Ya tenía un hermoso pelo negro
azabache, con unos rizos negros tan ensortijados que nunca dejaban
que sus sueños se escapasen por la cabeza, aunque si tal vez por los
oídos. O la nariz. Pero aún así, se ponía una larga y radiante
peluca rubia. Le costaba mucho, tenía que aplastarse mucho el pelo y
sujetárselo con muchas pinzas y horquillas. No pasaba nada, la
melena rubia le quedaba estupendamente. Más larga que su pelo negro,
así cuando bailaba, olas doradas salían desprendidas de su cabeza.
Las arrugas de la cara, cuestión de la edad, se tapaban
fácilmente con algo de maquillaje. Sus cejas estaban perfectamente
depiladas, no muy finas, pero lo justo como para ser elegantes. Dos
rayas negras que sujetaban su frente, tristes. Tristes como los ojos
marrones. Si destacaban era por las largas pestañas que había sobre
ellos. Exceso de rímel y raya del ojo, negra, alargada hacia el
final. Así disimulaba también las patas de gallo. Para adornar su
rostro de bailarina de porcelana, unos labios rojos vestían su
sonrisa melancólica, que echaba de menos besar escenarios que nunca
pisó. Escenarios que le recordaban a una infancia distante, lejana,
como los enfados y los golpes de su padre cuando decía que quería
ser bailarina. Si seguía pensando en eso se iba a poner a llorar y
se iba a ir a la mierda el rímel, así que se puso de pie y empezó
a vestirse.
No intentaba engañar a nadie, llevaba relleno en el
sujetador y se sabía. A ese tal nadie no parecía importarle si el
espectáculo era bueno. Abrió el armario del camerino y buscó,
entre tanta ropa elegante que había traído, una funda de color
beige. Dentro había un vestido corto de seda, ajustado. Era rojo, a
juego con los labios. A juego con la pasión que quería poner
bailando. Era su debut. Era mayor, pero nunca es tarde para que los
sueños se hiciesen realidad. El vestido era suave, y se acomodó a
su cuerpo perfectamente. Le daba la ligereza y la confianza que
necesitaba. Sus piernas, bastante fuertes, se estilizaron bajo ese
infierno de cuerpo, que se sostenía, a duras penas, sobre unos
tacones cortos y gruesos. Tal vez no fuera a bailar ballet, pero iba
a moverse, iba a deslumbrar.
Llamaron a la puerta, dos veces, y le dijeron que en cinco
minutos salía. Los dos golpes de la puerta le recordaron a los
golpes que daba su padre cuando quería romper sus sueños. Tenía
una copa de vodka con 7up en el tocador. No quedaba mucho hielo, pero
estaba lo suficientemente frío como para congelar esos recuerdos y
que no pasasen de ahí. Bebió y se enfrió el corazón. Se quemó la
garganta. Se puso de pie y se miró al espejo.
“Mira, papá, lo he hecho, soy bailarina”. Una lágrima
se le escapó y se le corrió el rímel. Y a esa lágrima le siguió
otra, hasta que su cara quedó cruzada como por dos ríos de
petróleo. Siguió bebiendo hasta que hubo más pintalabios en el
vaso que en su boca. Y volvían a llamar a la puerta para que saliese
a actuar. “Mira papá, mira lo que va a hacer el maricón de tu
hijo”. Se bebió lo que le quedaba de un trago, se arregló el
maquillaje en un par de minutos y Arturo salió a comerse el
escenario de ese garito de ese barrio de Madrid, y demostró que los
sueños se pueden cumplir en cualquier lugar y en cualquier momento.