miércoles, 30 de octubre de 2019

Abierto por defunción


     Ya estaba despierto antes de que sonase la alarma, así que la paró enseguida. Cuando todo estaba en silencio un ruido fuerte le molestaba, como si perturbase su paz, o la paz de su piso pequeño y vacío. Eran las 5:30 y daba igual horario de verano o de invierno, siempre era de noche cuando se levantaba. A oscuras fue al baño, ya estaba acostumbrado a la imagen de sí mismo que tenía nada más despertarse, así que el tipo del espejo le dio igual. Le costó mear con la erección con la que siempre amanecía, “la naturaleza”, supuso. Por la noche había dejado la cafetera trabajando, se puso una taza de café caliente. No comía nada, a esa hora apenas tenía hambre y el café entraba de milagro. Se lavó la cara, se lavó los dientes, se peinó un poco y se vistió. Otro día más al trabajo.

     “A ver qué dice la radio” se dijo a sí mismo nada más arrancar el coche. No era invierno aún, pero hacía el suficiente frío como para que saliese algo de vaho con un poco de su alma. A esas horas apenas había tráfico, así que el locutor solo le narraba algunas noticias durante los 20 minutos que tardaba en llegar al tanatorio, cosas sobre las inminentes elecciones, “otras” pensó, y desgracias al otro lado del mundo. Su trabajo era sencillo, era camarero en el bar de allí. Intentaba estar animado y de buen humor, atender con una sonrisa a los clientes que ya de por sí lo estaban pasando mal. Su chiste estrella para los primeros clientes: “Pase, hoy abrimos por defunción”, y la gente, lejos de tomárselo mal, le devolvían una sonrisa. Como camarero en un sitio así estaba acostumbrado a escuchar historias de todo tipo, y ya casi era un experto en consolar a las personas.

     Esa mañana las primeras personas en entrar fueron una mujer mayor, unos sesenta y pico, rubia teñida, sin maquillaje y sollozando,Los ojos nunca se veían, siempre llevaban gafas de sol; una chica joven a su lado, su hija tal vez, semblante pálido, ojeras, pelo castaño y lacio, pero no lloraba, sus ojos del color del cielo después de la lluvia no tenían brillo ni expresividad; y un hombre mayor también, pelo canoso y barba un poco más oscura, serio.

     –¿Qué desean? –preguntó el camarero.
     –Tres cafés con leche, en vaso, uno de ellos descafeinado, por favor. –pidió el tipo.
     –Enseguida.

     La máquina se puso a funcionar, a soltar vapor y él se puso a cambiar filtros, dar a manivelas y observar al resto de personas que entraban. Acababa de empezar el día.

     –¿Quieren algo más, algo de comer?
     –No gracias, así está bien, ¿cuánto es?
     –Tres euros, y lo siento mucho.
     –Gracias.

     Se sentaron en una mesa y él siguió atendiendo. A esas horas casi todo el mundo pedía cafés porque tan temprano lo normal es haber estado toda la noche en vela llorando al fallecido. Algún zumo de naranja “será por las vitaminas, supongo”, y cola caos si venía algún niño. La mañana pasó sin más, entre cafés y pinchos de tortilla, entre pésames y sonrisas vagas. De vez en cuando pensaba que su trabajo, en parte, era un poco malévolo, tenía un lado oscuro, y es que a más gente muerta, más consumidores en la cafetería. Si su trabajo le parecía gris a veces, no quería imaginar los que trabajaban “arriba” con los cadáveres. “No hablarán mucho en el trabajo” se reía. Pasó ya el mediodía cuando volvió a bajar la chica del café, la primera clienta.

     –Buenas, ¿qué te pongo?
     –Eh.. un plato combinado, el número 2, por favor.
     –Marchando. ¿Qué tal vas? –se atrevía a preguntar porque su experiencia le decía que la mayoría de las personas que había allí quería hacerlo, quería desahogarse, buscaba un poco de conversación que no fuese el típico “lo siento”.
     –Bueno, qué te voy a contar que no hayas oído trabajando aquí –y sonrió un poco.
     –A ver, has pedido el plato combinado número 2 que no pide casi nadie porque lleva calamares con ensalada y dos huevos fritos, desde que te has sentado en la barra he escuchado algo que no había oído –y ella soltó una carcajada–. En fin, ahora mismo lo traigo, mucho ánimo.
     –No estábamos juntos, ¿sabes? Pero aún así... qué mal, qué horror. Ves que cosas así pasan a menudo y nunca piensas que vayan a tocarte tan cerca. Solo hacía 3 meses que lo habíamos dejado y ahora ya...
     –Pues dice mucho de ti que estés aquí y honres su memoria, de verdad. Si algo he aprendido trabajando en este sitio es que decirte “hay que seguir adelante” no sirve de nada, todos necesitamos un tiempo de duelo, pero ten cuidado, es normal estar triste, no es normal hacer de esa tristeza tu día a día. Él no lo querría. Acordarse de los fallecidos es bueno, echarles de menos también, desear que vuelvan... no tanto. También he aprendido que ir de negro aquí es peor aún, pero bueno, tradiciones... En fin, a la bebida invita la casa.
     –Gracias –y se puso a comer en silencio–... oye, ¿a qué hora sales?
     –A las 18:00, todos los días, menos los fines de semana que libro.
     –Estoy en la sala 22, me vendría bien tomar algo después.
     –Ah, bueno, vale... yo... solo tengo el uniforme del trabajo, pero sí, vale.

     “¿He quedado con una chica que acaba de perder a su ex?”, llevaba seis años trabajando allí y nunca le había pasado. “Será el dolor o el encanto de estas paredes marrones, o seré yo, que de vez en cuando me lo merezco”, pensaba mientras limpiaba vasos. Miraba el reloj que tenía en frente, las 15:30 aún. Recogió algunas mesas mientras su pensamiento ya no era tratar de hacer sentir bien a los clientes, sino en intentar sentirse bien él mismo. Las 16:20, estaba poniendo algunos copazos la gente allí bebe más que en otros sitios.

     –Llénala bien, niño... Total, hoy no tengo a nadie que me eche la bronca al llegar a casa borracho y apestando a DYC –y tras decir esa frase, un hombre de unos ochenta y tantos se puso a llorar y a gritar–. ¡Qué solo me has dejado, hija de puta! ¡Qué solo, mi Maribel!

     Aparecieron unos chicos más jóvenes, los hijos supuso, y se lo llevaron, empezaron a pedir disculpas. No había por qué darlas, poco se rompía la gente allí. Mucho traje negro, mucha alma más negra aún. La tormenta de ese hombre no era más que un nubarrón en el cielo del resto de personas, del mundo, por eso se lo puede permitir, eran personas, en todas las bolsas viene una pipa pútrida y asquerosa que te deja mal sabor de boca.

     –¡Eh! Llama la atención a aquel hombre de allí, que está fumando –le dijo su jefe.
     –¿No le podemos dejar? A veces lo necesitan...
     –Sabes que no, macho...

     Le iba a negar un cigarro a un hombre que lo mismo acababa de perder a su mujer, o a su hijo o hija o quien fuese, pero había perdido a alguien.

     –Disculpe, señor, no se puede fumar aquí.
     –Joder, es que fuera está lloviendo.
     –Lo siento, caballero, son las normas.
     –¿Normas? –dijo el hombre de pronto mientras se puso de pie, tiró lo que quedaba del Marlboro al suelo y lo pisoteó con la punta de su zapato bastante caro seguramente– ¡A tomar por culo las normas! ¿Dónde hay una norma que diga que un padre tiene que enterrar a un hijo? ¿Por qué un puto yonki le puede apuñalar y desaparecer y yo tengo que estar aquí sin fumar?
     –Yo...
     –¡Estás aquí! –era la chica de los ojos del cielo después de la lluvia– Lo siento, vámonos Fernando, por favor. Perdón, es mi ex-suegro...
     –Tranquila, no pasa nada.
     –Te veo luego –susurró cuando Fernando ya estaba algo más lejos y calmado.

     Escenas como esa y la anterior había bastantes al día. El camarero empezaba a pensar de manera gris, “la muerte me trae dinero y ahora una chica”. Le quedaba media hora, recogió algunos tercios vacíos y se fue a seguir poniendo cafés. Seguían abiertos por defunción.




domingo, 27 de octubre de 2019

Porque me hieres


Tú soltaste la cuerda, yo me até más fuerte.
Si iba a ser el último beso, lo habría dado para siempre.
Avive el seso las pesadillas del que duerme
por sufrir yo la condena del crimen que tú cometes,
que todo esto sucede porque me hieres.

Me clavo en las espinas mientras tú floreces.
Te hubiese dibujado si esas iban a ser las últimas miradas.
Me desentraño de otros daños para que te quedes
y estiro mis brazos por si al arraigar te salen alas,
que todo esto sucede porque me hieres.

Tú nadaste las lágrimas, yo me ahogo cuando crecen.
Me hubiese desollado las manos en las últimas caricias.
A cualquier cosa lo llaman ser diosa pero tú bebes
y crecen los mares pero naufrago en mil islas,
que todo esto sucede porque me hieres.

Tú soñabas despierta y a mi esta realidad me enloquece.
Te encendería el infierno con tal de que no sea tu último aliento.
Henchidos los pulmones por los empujones del que muere
y quiere vivir sabiendo que es mejor eso que ningún sentimiento,
que todo esto sucede porque me hieres.

Me voy haciendo de aire al caer para que tú vueles.
Si iba a ser el último mordisco te hubiese arrancado la piel.
Giman de eco las paredes que vieron cómo me quieres,
encadenados, siendo pecado y salvación a la vez,
que todo esto ya no sucede porque me hieres.



martes, 22 de octubre de 2019

Sabor, saber


     No sabía cómo podía estar vivo a estas alturas de la película (o de su vida). Llovía y no sabía si olía a humedad o era el insufrible hedor de alguien que dentro de poco iba a ser irrelevante para algunas personas. “Como todo, como todos” pensó. Llovía, y afuera también y no encontró mejor momento para hacerlo. Se echó un vistazo en un espejo con una esquina rota. Si lo había roto él, entendía tanta mala suerte; si no lo había roto él, se la estaba llevando igualmente. Tenía en la mirada un infinito que solo conocen los que sí que han llegado a su fondo. Un negro mate, sin brillo ni ilusión le devolvía la mirada. Torció el gesto. “Si esperas cambios, no van a venir aquí, mirándome”. Esperaba que pasase algo, pero no sabía el qué. Se alejó del espejo, pues el tipo que estaba viendo allí le estaba dando lástima. La sacó. “Sería horrible que el último sabor que tuvieses en la boca sea el del metal y no el suyo”. “¿Y en la cabeza? Pero eso a veces no sale bien, y es una visión horrorosa”. Fue a un aparador de madera que había en la sala de estar, abrió el segundo cajón y cogió una saca púrpura que tenía de no sabía qué, pero allí estaba. Se la puso en la cabeza y no sabía qué le iba a matar antes, si el disparo o la asfixia. El sabor a que te falte algo y tener la boca seca tampoco era agradable. Se la quitó y respiró frío. Con los pulmones helados pensó fríamente “hoy no”.

     Quería quitarse esa pesadumbre de encima. Salió a la calle y las hojas, mojadas, no crujían bajo sus pies. Miró hacia arriba y mientras la fina cortina de lluvia le cerraba los ojos pensó que a partir de ahora solo iba a tener pensamientos positivos sobre lo que se encontrase. Pasó cerca de un coche y un gato salió corriendo, o intentándolo. Cojeaba, estaba mojado y tenía un ojo rojo y lleno de legañas. No tenía muy buena pinta. Era blanco con manchas marrones. Del coche fue directo a la boca de una alcantarilla donde en ese momento desembocaba un riachuelo de agua gris de lluvia y que hacía que el gato no se atreviese a entrar. Los dos solos se miraron. Maulló y él se acercó. “Sé positivo, sería mucha mala suerte que te pegase una puta enfermedad”. Lo consiguió coger y el gato apenas puso resistencia. Era martes y el veterinario estaría abierto.

     –¿Qué le pasa a este pequeñín?– dijo una mujer con bata blanca cuando entró. Tanta pared blanca le dolía en los ojos. Los fluorescentes no ayudaban y el tono agudo repelente de esa veterinaria le volaba los sesos, como si no lo hubiese intentado.
     –Me lo he encontrado así bajo la lluvia...
     –¿Tienes pensado quedártelo?
     –Sí, claro– “los cojones, si no sé ni cuidarme a mí mismo, qué voy a hacer con una criatura a mi cargo”, pero ya era tarde y estaba rellenando una ficha con sus datos. –También cojea un poco, no sé qué será.
     –Tranquilo, mi ayudante se encarga.

     Si no hubiese sido como era él, se hubiese fijado en la joven. Media melena castaña caía como un pequeño mar de chocolate que iba a morir en sus hombros. Llevaba también una bata blanca y un pijama verde algo más oscuro que sus ojos. Para no fijarse en ella se quedó bien con esos detalles. La chica sonrió y los labios, muy finos, desaparecieron por un instante.

     –¿Qué le pasa a este peludito? –preguntó mientras se lo llevaba.
     –Usted puede esperar aquí un momento, intentaremos no tardar.
     –¿Le importa si voy mientras al cajero de enfrente?

     Antes de que pudiese contestar, salió de la tienda. Se encendió un cigarro y el sabor a nicotina le llenó la boca y los pulmones. “¿Qué cojones acabo de hacer?”. Pero tal vez ese era el cambio que necesitaba. “La gente a veces espera grandes cambios, un viaje de locura, dejar un trabajo, casarse o tener hijos, yo... tengo un gato”. Sonrió un poco mientras iba al cajero. Iba pensando nombres. “Metal está bien, prácticamente es lo único que casi desayuno esta mañana, o púrrrrpura” y se rió de su chiste. Metió la tarjeta en el cajero, no sabía cuánto podía costar el veterinario, así que sacó 300 euros. “Espero que sea suficiente. Le podría llamar otoño. Otoño está bien”. Se dio la vuelta mientras guardaba el dinero.

     –Los trescientos euros, ahora– ni siquiera vio al tipo, solo vio una navaja apuntándole.
     –Oye, espera, tranquilo...
     –¡Que me los des, hostias!

     Le supo la boca a metal. A óxido más bien. Se apoyó contra la pared mientras se agarraba el vientre. El tipo se largaba con su cartera. Apenas le vio, solo la navaja. La sangre le salía por la boca mientras intentaba no toser, pero sabía que ese sabor que le llenaba la boca no traía nada bueno. Echó la cabeza hacia atrás y, si fuese una película, la cámara se alejaría hacia el cielo mientras la sangre pierde color al ser diluida con el agua de la lluvia. No dejaba de llover, las nubes grises reclamaban lo que era suyo por propio derecho en otoño. La acera gris dejaría de serlo, aunque fuese un poco.






miércoles, 16 de octubre de 2019

El sayal y la magia


Préndeme en la hoguera donde arden los planetas
que cupieron entre las estrellas que solo fueron remiendos
de los rotos que dejaron las palabras descontentas,
por tanto que acendro más de mil agujas que fluyeron
en un mar de hierba, en nuestro adiós violento.

Donde huelga el peregrino y seca de aguacero su sayal
nos encontramos como dos ánimas del diablo
que sin magia es podredumbre donde pacerán
todos nuestros tornados, mientras los dos maullamos
por querernos topar, por si hay que desempolvarnos.

Cuélgame en la horca donde mueren las horas
que pasaron entre las rosas que sirvieron como excusa
para advertir que en tu cuello también yanta mi boca,
por morderte la luna mientras mi corazón aúlla
y tú te vuelves loca, yo me vuelvo de espuma.

Tírame a al vacío donde caen rayos sin tronido,
que no llegan furiosos, porque se sienten estorbo
del sonido de tu voz cuando cantas porque he venido
con mi mandil lustroso cargado de pergaminos y de oro,
por tus alas reprimido y por enseñarte estos epodos.

Donde huelga el peregrino y seca de aguacero su sayal
nos encontramos como dos ángeles descalzos
que con su magia es abundancia de la que beberán
los mares que nadamos tan desnudos como hadados,
por querernos hallar, por si hay que desempolvarnos.