Ya estaba despierto antes de que sonase la alarma, así que la paró enseguida. Cuando todo estaba en silencio un ruido fuerte le molestaba, como si perturbase su paz, o la paz de su piso pequeño y vacío. Eran las 5:30 y daba igual horario de verano o de invierno, siempre era de noche cuando se levantaba. A oscuras fue al baño, ya estaba acostumbrado a la imagen de sí mismo que tenía nada más despertarse, así que el tipo del espejo le dio igual. Le costó mear con la erección con la que siempre amanecía, “la naturaleza”, supuso. Por la noche había dejado la cafetera trabajando, se puso una taza de café caliente. No comía nada, a esa hora apenas tenía hambre y el café entraba de milagro. Se lavó la cara, se lavó los dientes, se peinó un poco y se vistió. Otro día más al trabajo.
“A ver qué dice la radio” se dijo a sí mismo nada más arrancar el coche. No era invierno aún, pero hacía el suficiente frío como para que saliese algo de vaho con un poco de su alma. A esas horas apenas había tráfico, así que el locutor solo le narraba algunas noticias durante los 20 minutos que tardaba en llegar al tanatorio, cosas sobre las inminentes elecciones, “otras” pensó, y desgracias al otro lado del mundo. Su trabajo era sencillo, era camarero en el bar de allí. Intentaba estar animado y de buen humor, atender con una sonrisa a los clientes que ya de por sí lo estaban pasando mal. Su chiste estrella para los primeros clientes: “Pase, hoy abrimos por defunción”, y la gente, lejos de tomárselo mal, le devolvían una sonrisa. Como camarero en un sitio así estaba acostumbrado a escuchar historias de todo tipo, y ya casi era un experto en consolar a las personas.
Esa mañana las primeras personas en entrar fueron una mujer mayor, unos sesenta y pico, rubia teñida, sin maquillaje y sollozando,Los ojos nunca se veían, siempre llevaban gafas de sol; una chica joven a su lado, su hija tal vez, semblante pálido, ojeras, pelo castaño y lacio, pero no lloraba, sus ojos del color del cielo después de la lluvia no tenían brillo ni expresividad; y un hombre mayor también, pelo canoso y barba un poco más oscura, serio.
–¿Qué desean? –preguntó el camarero.
–Tres cafés con leche, en vaso, uno de ellos descafeinado, por favor. –pidió el tipo.
–Enseguida.
La máquina se puso a funcionar, a soltar vapor y él se puso a cambiar filtros, dar a manivelas y observar al resto de personas que entraban. Acababa de empezar el día.
–¿Quieren algo más, algo de comer?
–No gracias, así está bien, ¿cuánto es?
–Tres euros, y lo siento mucho.
–Gracias.
Se sentaron en una mesa y él siguió atendiendo. A esas horas casi todo el mundo pedía cafés porque tan temprano lo normal es haber estado toda la noche en vela llorando al fallecido. Algún zumo de naranja “será por las vitaminas, supongo”, y cola caos si venía algún niño. La mañana pasó sin más, entre cafés y pinchos de tortilla, entre pésames y sonrisas vagas. De vez en cuando pensaba que su trabajo, en parte, era un poco malévolo, tenía un lado oscuro, y es que a más gente muerta, más consumidores en la cafetería. Si su trabajo le parecía gris a veces, no quería imaginar los que trabajaban “arriba” con los cadáveres. “No hablarán mucho en el trabajo” se reía. Pasó ya el mediodía cuando volvió a bajar la chica del café, la primera clienta.
–Buenas, ¿qué te pongo?
–Eh.. un plato combinado, el número 2, por favor.
–Marchando. ¿Qué tal vas? –se atrevía a preguntar porque su experiencia le decía que la mayoría de las personas que había allí quería hacerlo, quería desahogarse, buscaba un poco de conversación que no fuese el típico “lo siento”.
–Bueno, qué te voy a contar que no hayas oído trabajando aquí –y sonrió un poco.
–A ver, has pedido el plato combinado número 2 que no pide casi nadie porque lleva calamares con ensalada y dos huevos fritos, desde que te has sentado en la barra he escuchado algo que no había oído –y ella soltó una carcajada–. En fin, ahora mismo lo traigo, mucho ánimo.
–No estábamos juntos, ¿sabes? Pero aún así... qué mal, qué horror. Ves que cosas así pasan a menudo y nunca piensas que vayan a tocarte tan cerca. Solo hacía 3 meses que lo habíamos dejado y ahora ya...
–Pues dice mucho de ti que estés aquí y honres su memoria, de verdad. Si algo he aprendido trabajando en este sitio es que decirte “hay que seguir adelante” no sirve de nada, todos necesitamos un tiempo de duelo, pero ten cuidado, es normal estar triste, no es normal hacer de esa tristeza tu día a día. Él no lo querría. Acordarse de los fallecidos es bueno, echarles de menos también, desear que vuelvan... no tanto. También he aprendido que ir de negro aquí es peor aún, pero bueno, tradiciones... En fin, a la bebida invita la casa.
–Gracias –y se puso a comer en silencio–... oye, ¿a qué hora sales?
–A las 18:00, todos los días, menos los fines de semana que libro.
–Estoy en la sala 22, me vendría bien tomar algo después.
–Ah, bueno, vale... yo... solo tengo el uniforme del trabajo, pero sí, vale.
“¿He quedado con una chica que acaba de perder a su ex?”, llevaba seis años trabajando allí y nunca le había pasado. “Será el dolor o el encanto de estas paredes marrones, o seré yo, que de vez en cuando me lo merezco”, pensaba mientras limpiaba vasos. Miraba el reloj que tenía en frente, las 15:30 aún. Recogió algunas mesas mientras su pensamiento ya no era tratar de hacer sentir bien a los clientes, sino en intentar sentirse bien él mismo. Las 16:20, estaba poniendo algunos copazos la gente allí bebe más que en otros sitios.
–Llénala bien, niño... Total, hoy no tengo a nadie que me eche la bronca al llegar a casa borracho y apestando a DYC –y tras decir esa frase, un hombre de unos ochenta y tantos se puso a llorar y a gritar–. ¡Qué solo me has dejado, hija de puta! ¡Qué solo, mi Maribel!
Aparecieron unos chicos más jóvenes, los hijos supuso, y se lo llevaron, empezaron a pedir disculpas. No había por qué darlas, poco se rompía la gente allí. Mucho traje negro, mucha alma más negra aún. La tormenta de ese hombre no era más que un nubarrón en el cielo del resto de personas, del mundo, por eso se lo puede permitir, eran personas, en todas las bolsas viene una pipa pútrida y asquerosa que te deja mal sabor de boca.
–¡Eh! Llama la atención a aquel hombre de allí, que está fumando –le dijo su jefe.
–¿No le podemos dejar? A veces lo necesitan...
–Sabes que no, macho...
Le iba a negar un cigarro a un hombre que lo mismo acababa de perder a su mujer, o a su hijo o hija o quien fuese, pero había perdido a alguien.
–Disculpe, señor, no se puede fumar aquí.
–Joder, es que fuera está lloviendo.
–Lo siento, caballero, son las normas.
–¿Normas? –dijo el hombre de pronto mientras se puso de pie, tiró lo que quedaba del Marlboro al suelo y lo pisoteó con la punta de su zapato bastante caro seguramente– ¡A tomar por culo las normas! ¿Dónde hay una norma que diga que un padre tiene que enterrar a un hijo? ¿Por qué un puto yonki le puede apuñalar y desaparecer y yo tengo que estar aquí sin fumar?
–Yo...
–¡Estás aquí! –era la chica de los ojos del cielo después de la lluvia– Lo siento, vámonos Fernando, por favor. Perdón, es mi ex-suegro...
–Tranquila, no pasa nada.
–Te veo luego –susurró cuando Fernando ya estaba algo más lejos y calmado.
Escenas como esa y la anterior había bastantes al día. El camarero empezaba a pensar de manera gris, “la muerte me trae dinero y ahora una chica”. Le quedaba media hora, recogió algunos tercios vacíos y se fue a seguir poniendo cafés. Seguían abiertos por defunción.