jueves, 19 de diciembre de 2019

Última noche en Arájova


     Nunca había pensado en lo solitaria que era una habitación de hotel cuando viajabas solo. No me quedaban muchas noches en ese encantador pueblo, pero ya estaba cansado de recorrérmelo. Apenas había escrito, así que podía considerarse el viaje como un pequeño fracaso más en mi vida, lo que no me sorprendió. Estaba tumbado en la cama y miraba la libreta casi vacía que había en una mesita, al lado, y que parecía que no me necesitaba para nada. Podría haber girado la cabeza y podrías haber estado tú al otro lado en la cama haciendo lo mismo. Fuera hacía un frío blanco que no dejaba ver a nadie por la calle. Me enderecé y me quedé sentado, como Bill Murray en esa película pero sin Scarlett. Me hice un té, me parecía cojonudo que en los hoteles hubiera teteras. No quise poner la tele porque más que hacer compañía, me molestaba su presencia, ni siquiera había visto el mando en todos los días que llevaba allí. Sonó el teléfono de la habitación, siendo eso lo más extraño que me había pasado últimamente junto al sueño de la otra noche.

     –¿Diga? –dije en español pensando que me iban a entender.

     Me contestaron en inglés algo sobre una cena especial esa noche. Aún quedaba bastante así que me abrí una de las cervezas que había comprado y me senté a intentar escribir algo decente, o al menos mejor que esto que estáis leyendo. No sé si la ventana estaba abierta o si había otra escapatoria, pero dejé irse a la inspiración de la misma manera que tú me dejaste marchar. Con el tiempo sabré darte las gracias por ello, pero de momento a la inspiración la quería al lado. Un verso. Una línea. Y otra. Y nada. Y no eran las vistas, que eran preciosas. Y no era el cerebro, que estaba descansado. Era la fruta podrida del árbol seco del dolor, que ya había sido exprimida hasta la saciedad y de estos huesos como ramas poco más podía sacar. Que rascando en el alma con la uña se mezclaban virutas de nuestras pieles, jirones de promesas que hacen crecer más y más centímetros la alfombra áspera como el futuro sobre la que caen. Y no sabía qué era. Y no era la cerveza, que no soy como los Extremo (QEPD), que no la bebo rubia para acordarme de ningún pelo. Si acaso la ginebra seca para hacerlo de unos besos, pero no era mi canción, ni mi letra, ni mi vida, vaya. Y así acumulaba palabras sin sentido, como todo el sentido que haya podido tener una vida como la mía últimamente.

     Paseé por el cuarto, me miraba al espejo, iba al baño, me miraba al espejo allí también y no me reconocía más que en el reflejo del agua del váter al abrir la tapa y mear. El del espejo dio un sollozo porque estaba siendo seguramente el segundo peor viaje a Grecia de su vida, y ni siquiera era real. Volví a la mesa a seguir escribiendo bien y bonito sobre la idea que tenía de ti, pero es que ya estaba todo dicho, así que opté por pasar esa página de la libreta y mirar la siguiente, en blanco, esperando a ser escrita pero sin prisa.

     Me duché sin más. Me vestí como si todo y bajé al restaurante. Joder. Claro que era una cena especial, como que era Nochebuena. Tantos días en blanco al final me parten el calendario. “Μεράκι, μεράκι me dijo el camarero cuando me vio. Sonreí y me senté en una mesa. Había bastante gente que apenas había visto en el hotel, así que tan solitario no sería. No tuve que pedir nada, el menú estaba cerrado. Antes de que trajesen la cena ya me había manchado la camisa de cuadros de gotas de vino que salpicaron cuando volqué la botella con ímpetu hacia la copa. Hacía calor y un Billy Joel heleno estaba tocando canciones tristes y dulces en el idioma de los dioses. La gente hablaba alto, se reía, bebía y brindaban con sus compañeros de mesa. Algunos se levantaban, me sonreían, brindaban conmigo, yo les devolvía la sonrisa (o lo que yo creo que es sonreír) y bebía con ellos. Y la música subía, y las luces de colores bajaban, y subían. La cena ya había terminado y los asistentes bailaban lo que el pianista tocaba y cantaba y disfrutaba. No sé cómo había llegado a la barra pero pedí un gin tonic para hacerle el amor, como en la canción. Y sí que era seca la ginebra, y sí que me acordé de algunos besos.

     El pianista acabó, pero la música no. Las personas bailaban como locas en la pista una música que por muy alto que estuviese, a mí no me sonaba; pero podía ver sus almas cansadas en las sillas, queriendo beber sin vivir tanto, pero la carne es la carne. Una camarera paseó por la sala sujetando una bandeja con copas de champán y dándoselas a los que quisieron. Cogí una para volver a brindar con mis amigos de piernas alegres y corazón triste, o no sé si solo era yo. Pero bebí. Y bebí. Y pensé que luego tenía los sueños que tenía, pero si esa noche se me aparecía la Pitia, me bastaría con que me enseñase un trozo de piedra negra.

     Y quien quiera entender, que entienda. Podrían haber sido mejores navidades.



domingo, 17 de noviembre de 2019

Como en los poemas esos


Te la pasarás viniendo
como viene la luna roja en Lorca;
siendo el sueño para los desvelos,
el botón que vuela de la camisa rota.
Me la pasaré bebiendo
para venir de grana y oro;
temblando en tus mejillas los riachuelos
que mueren con la noche de tus ojos.

Sin estribos ni riendas,
el alborozo de tu pelo en mis yemas.
Quedarme como el musgo en las piedras,
mojarme en la fuente de tus piernas.

Me las pasaré afilando,
que no traen nada bueno, los puñales;
siendo su hoja el espejo destrozado
donde se reflejan siete anillos y collares.
Te las pasarás corriendo
como un toro y como el agua que nunca nace;
que eres preciosa y yo solo el viento
que te llama antes de que los gallos canten.

Sin jinete y desbocado,
pero esta vara de mimbre para azotar tu campo.
Quiero ser la sangre sin heridas de tus labios,
el sol de un cielo del que te has escapado.














sábado, 9 de noviembre de 2019

Como en ese relato de ese escritor


     Estaba pasando el día en la feria. No era una gran feria, era más bien cutre, con atracciones feas y oxidadas, o tal vez esas fuesen las personas, no sé, no lo recordaba muy bien. Estaba oscureciendo y mi piel reflejaba luces de colores, como si fuese yo un pobre payaso desdibujado, emborronado, como cuando la sangre no sale de las paredes que se caían encima cuando intentaba dormir. La música alegre se mezclaba con el ruido que hacían algunos niños al reír, algunos padres gritar y muchas máquinas trabajar. Atracciones metálicas y veloces, máquinas de algodón de azúcar huracanadas y mareantes, explosiones entre cuatro cristales y ¡pum!, palomitas. Sí, estaba pasando el día, o la tarde ya, en la feria, simplemente por pasear un poco.

     –¡Pasen y vean! ¡Pasen y vean al mismísimo diablo! –gritaba un tipo con bigote, vestido de manera circense, estrafalaria, como en ese relato de ese escritor que tanto gustaba a los adolescentes que creen que pueden ser como él por juntar las palabras “polla”, “coño” y “cerveza”. Estaba junto a una carpa con un cartel que ponía “Ver al diablo, 3 euros”. Me acerqué –. ¿Se atreve a ver este prodigio de la naturaleza?
     –¿Por qué no?

     Pagué y atravesé las cortinas pesadas de la carpa. Pero esto no era como en el relato ese de ese escritor que alardeaba siempre de sus piernas y de joder con mujeres. Aquí no había ninguna jaula con nadie dentro. Había un espejo. Ni me acerqué y salí.

     –¿Qué ha visto? –me preguntó el tipo estrafalario. Yo le agarré del pecho.
     –¡Devuélveme el dinero, hijo de puta!
     –¿Qué había en el espejo? ¿Ha visto al diablo? ¿No se ha atrevido a mirar? No tiene usted pinta de cobarde... ¿acaso es un cobarde? ¡Pasen y vean al amigo cobarde del diablo! –se puso a gritar. Yo no era un cobarde, le había aguantado unos asaltos a Hemingway. Le solté y me dirigí a la entrada, pero el hombre me gritó mientras se atusaba el bigote y se colocaba la pechera –. ¡Oiga! Ver al diablo son 3 euros.
     –¡Váyase a la puta! –pero pagué.

     Entré, y al fondo de la carpa, como antes, había un espejo colocado. Me asomé y mi fea cara me devolvió la mirada. Eso no pasaba en ese relato, no. Así que ese era el diablo, quería decir. Salí para pegar al tipo.

     –¿Qué ha visto esta vez? ¿Se ha asomado en el espejo? ¿A quién a visto?

     Le volví a agarrar de la pechera y levanté el puño. Con la mano apretando el vacío y dispuesta a cortar el aire, me paré. Tal vez tenía razón, y si continuaba así, se la iba a acabar dando. Así que era el diablo, quería decir. Le solté y me volví a casa, a mí no me esperaba nadie allí, ni Teresa, ni Vicki, ni Cass... Joder, no me esperaba nadie, ni una cerveza. No, no era como en ese relato de ese escritor, el de las almorranas, los caballos y el whisky barato.



domingo, 3 de noviembre de 2019

Cartas desde la celda


     No sabía qué había hecho mi compañero de celda, pero era un buen tipo. Seguro que no era un violador o un hombre de esos que toquetean a los niños, esos están en otro módulo para evitar que el restos de presos les den palizas. Si mi compañero de celda fuese uno de esos yo mismo le metería la pata de la cama por su hediondo y jodido culo. Pero no, no lo era, era un buen tipo, aunque era una bondad extraña, curiosa y desconcertante, algo deprimente, como si tuviese que ser bueno porque no sabe hacer otra cosa, aunque ahí estaba, en la celda conmigo. Era una bondad salida del alma, pero su alma parecía haber sido llevada por todo su cuerpo utilizando un rastrillo oxidado.

     Había bastante que hacer allí durante el día como para no aburrirte, siempre y cuando quisieras aprovechar bien el tiempo. Biblioteca, cursos para estudiar, gimnasio... Me llamaba la atención un curso de repostería, pero el resto de presos decidió que a ese curso solo iban los “maricas”, y no es porque me lo llamasen, sino por lo que les hacían a los “maricas”... no era plato de buen gusto, así que me olvidé de hacer bollos. Tampoco podías esperar algo bueno de aquel agujero. A mí me gustaba ir al gimnasio y, nada más terminar, echarme un cigarro. Mi compañero, el buen tipo, se dedicaba a escribir.

     –¿Y para quién escribes? –le pregunté la primera vez que le vi hacerlo.
     –Para mi chica. Diablos, sí que la echo de menos –me contestó mientras bajaba la cabeza y el pelo negro azabache le ocultaba parte de la cara. Era un tipo atractivo, de piel morena y los dientes bastante blancos, los ojos muy oscuros pero brillaban como un charco de barro reflejando el sol que sale después de la lluvia. Algo delgado, pero atractivo, no me extrañaba que tuviese novia.
     –¿Cómo es ella? Cuéntame, va –dije mientras me liaba un cigarrillo.
     –Maravillosa. Es rubia, con media melena, ojos de color miel, y no es casualidad, porque tiene los labios rosas y dulces... algo blanca de piel, y de cuerpo delgada, algo desgarbada, la verdad, pero bueno... Diablos, la echo de menos de verdad.
     –Seguro que es guapísima, ¿y qué le escribes en esas cartas?
     –Simplemente que me acuerdo de ella. Durante la semana apenas nos veíamos, ¿sabes? Pero llegaba el viernes y salíamos a cenar, el sábado al cine... en invierno podíamos estar en casa metidos debajo de una manta, ya sabes, follando... bueno, haciendo el amor, por muy cursi que suene...
     –Bah, tranquilo, está bien.
     –Y con la primavera y verano, pues ir a parques a tumbarnos en el césped, vaya aroma, se mezclaba la vainilla de su pelo con los rosales, como... un arco iris para la nariz, ¿sabes? La echo de menos, y se lo digo. Echo de menos hacer cosas con ella, aquí apenas salgo de este cubículo.
     –Eres un buen tipo. ¿Y qué te contesta ella?
     –Nada, no se las envío.
     –¿Qué cojones? Vaya puta mierda, ¿por qué?
     –Me odiará, supongo. No solo escribo para ella, en parte escribo para mí, para no olvidarme de que hay un motivo fundamental para hacer las cosas bien, para no olvidarme de ella. No sé ni si me estará esperando, pero joder, espero que sí. La echo de menos de verdad. Llevo aquí dos meses y este sitio puede volver loco a cualquiera que se deje arrastrar por ese agujero donde meamos, el goteo por las noches, los golpes, las palizas en el patio, los sollozos de los que de verdad creen que son inocentes... te vuelve loco. Una vez a la semana nos escribo, así no me olvido. Cuando salga, si me ha perdonado, se las daré.
     –Eres un buen tipo, seguro que lo hará... ten –y le ofrecí un cigarro.

     Así pasaban los días, y conseguí que algún día viniese conmigo al gimnasio o a hacer algo de deporte, porque apenas salía de la celda o de la biblioteca, siempre detrás de los libros de poesía, las montañas más complicadas que se podían escalar eran esas, palabras y más palabras... yo no tenía ni idea de lo que hablaban, bastante que sé leer, escribir, beber y no cagarme encima, pero él lo entendía todo, a veces me lo explicaba, me decía “voy a usar esto de Neruda para la carta de esta semana” o “Benedetti a veces es un poco simple, pero también hay veces que da en el clavo, intenta leerte este”, y lo intentaba, pero me aburría enseguida, prefería aprender de él. Aprendí lo que era una metáfora, ¿a quién se le ocurría lo de las perlas de la boca de alguien? Pero bueno, poco a poco.

     –Hoy me toca jardinería, no voy al gimnasio, te veo luego –le comenté durante lo que llaman desayuno, pero joder, en un cubo de basura se comería mejor, seguro.
     –Yo iré un poco, a ver si me quito este dolor de espalda con algún ejercicio, aunque seguramente será por eso mismo, luego iré a la biblioteca.

     Desde que le conocía, apreciaba más algunas cosas, como las flores, ya no es solo que oliesen bien, era su tacto, era suave, y algo de color aquí siempre venía bien, era, como decía él, una de las cosas por las que no volverse loco, cuida las flores, cuida el espacio, te cuidas a ti, y podía parecer una gilipollez hablar de flores o incluso de un puto arbusto en un sitio como la cárcel, pero era algo más que eso. Hasta el tipo más chungo de por aquí podía sangrar si agarraba mal una rosa. Hasta el tipo más duro de aquí tenía su propia rosa que le hacía llorar.

     Pasé por la biblioteca pero no estaba allí, las montañas inexpugnables habían desaparecido como si una apisonadora de desesperanza se hubiese llevado todo lo bueno... joder, ya podía casi hablar como él. Me fumé un cigarro mientras atravesaba el patio. Un guardia amigo mío me llamó, era un imbécil, pero venía bien para conseguir algo de tabaco y otros favores. El típico gilipollas que se creía importante por tener chanchullos con los presos porque así le respetaban y lo único que hacía era pasarnos algunos cigarros y revistas porno. Un pobre diablo, un gilipollas al que años más tarde, cuando encerrado, se le acabó el chollo porque le pillaron. Echó a perder un buen curro. Vaya gilipollas. El caso es que me llamó.

     –¡Eh! Se han llevado a tu compañero.
     –¿En serio? No me jodas, ¿dónde? ¿por qué?
     –Tu puto compañero tiene tela, ¿no te lo contó? Vaya pieza... 8 muertes. Lo mandan para Estremera.

     Llegué a la habitación y evidentemente estaba vacía. Encima de la cama estaban las cartas y una más para mí. Me lo contó todo, o al menos su versión, y no es algo de lo que me apetezca hablar. Me pedía que, si algún día me soltaban, le llevase las cartas a su novia. No le quería juzgar, no lo hice y nunca lo haré. Leía las cartas a menudo para aprender algo. Diablos, juraría que me podría haber enamorado de su novia solo por cómo hablaba de ella. De él nunca más volví a saber.



     Pasaron dos años. Tenía más canas y ningún cigarro después del gimnasio me sentó tan bien como lo hizo el soplo de libertad al salir por la puerta. La tierra debajo de mis pies era color miel, y diablos, era normal, porque la sensación era dulce como tal. Dos días después me encontraba en la puerta de la casa de la chica con un taco de cartas amarillentas y llamé a la puerta. Me abrió un tipo alto y engominado con camisa azul y unos chinos marrones, ¿quién iba así por su casa? Antes de que él dijese algo, salió ella de detrás, no la había visto nunca y sabía que su pizza favorita era la cuatro quesos y vaya, sí que olía a vainilla.

     –¿Quién es este tipo, amor?
     –No sé, acabo de abrir, ¿puedo ayudarle en algo?
     –Disculpen, me he equivocado – contesté.



miércoles, 30 de octubre de 2019

Abierto por defunción


     Ya estaba despierto antes de que sonase la alarma, así que la paró enseguida. Cuando todo estaba en silencio un ruido fuerte le molestaba, como si perturbase su paz, o la paz de su piso pequeño y vacío. Eran las 5:30 y daba igual horario de verano o de invierno, siempre era de noche cuando se levantaba. A oscuras fue al baño, ya estaba acostumbrado a la imagen de sí mismo que tenía nada más despertarse, así que el tipo del espejo le dio igual. Le costó mear con la erección con la que siempre amanecía, “la naturaleza”, supuso. Por la noche había dejado la cafetera trabajando, se puso una taza de café caliente. No comía nada, a esa hora apenas tenía hambre y el café entraba de milagro. Se lavó la cara, se lavó los dientes, se peinó un poco y se vistió. Otro día más al trabajo.

     “A ver qué dice la radio” se dijo a sí mismo nada más arrancar el coche. No era invierno aún, pero hacía el suficiente frío como para que saliese algo de vaho con un poco de su alma. A esas horas apenas había tráfico, así que el locutor solo le narraba algunas noticias durante los 20 minutos que tardaba en llegar al tanatorio, cosas sobre las inminentes elecciones, “otras” pensó, y desgracias al otro lado del mundo. Su trabajo era sencillo, era camarero en el bar de allí. Intentaba estar animado y de buen humor, atender con una sonrisa a los clientes que ya de por sí lo estaban pasando mal. Su chiste estrella para los primeros clientes: “Pase, hoy abrimos por defunción”, y la gente, lejos de tomárselo mal, le devolvían una sonrisa. Como camarero en un sitio así estaba acostumbrado a escuchar historias de todo tipo, y ya casi era un experto en consolar a las personas.

     Esa mañana las primeras personas en entrar fueron una mujer mayor, unos sesenta y pico, rubia teñida, sin maquillaje y sollozando,Los ojos nunca se veían, siempre llevaban gafas de sol; una chica joven a su lado, su hija tal vez, semblante pálido, ojeras, pelo castaño y lacio, pero no lloraba, sus ojos del color del cielo después de la lluvia no tenían brillo ni expresividad; y un hombre mayor también, pelo canoso y barba un poco más oscura, serio.

     –¿Qué desean? –preguntó el camarero.
     –Tres cafés con leche, en vaso, uno de ellos descafeinado, por favor. –pidió el tipo.
     –Enseguida.

     La máquina se puso a funcionar, a soltar vapor y él se puso a cambiar filtros, dar a manivelas y observar al resto de personas que entraban. Acababa de empezar el día.

     –¿Quieren algo más, algo de comer?
     –No gracias, así está bien, ¿cuánto es?
     –Tres euros, y lo siento mucho.
     –Gracias.

     Se sentaron en una mesa y él siguió atendiendo. A esas horas casi todo el mundo pedía cafés porque tan temprano lo normal es haber estado toda la noche en vela llorando al fallecido. Algún zumo de naranja “será por las vitaminas, supongo”, y cola caos si venía algún niño. La mañana pasó sin más, entre cafés y pinchos de tortilla, entre pésames y sonrisas vagas. De vez en cuando pensaba que su trabajo, en parte, era un poco malévolo, tenía un lado oscuro, y es que a más gente muerta, más consumidores en la cafetería. Si su trabajo le parecía gris a veces, no quería imaginar los que trabajaban “arriba” con los cadáveres. “No hablarán mucho en el trabajo” se reía. Pasó ya el mediodía cuando volvió a bajar la chica del café, la primera clienta.

     –Buenas, ¿qué te pongo?
     –Eh.. un plato combinado, el número 2, por favor.
     –Marchando. ¿Qué tal vas? –se atrevía a preguntar porque su experiencia le decía que la mayoría de las personas que había allí quería hacerlo, quería desahogarse, buscaba un poco de conversación que no fuese el típico “lo siento”.
     –Bueno, qué te voy a contar que no hayas oído trabajando aquí –y sonrió un poco.
     –A ver, has pedido el plato combinado número 2 que no pide casi nadie porque lleva calamares con ensalada y dos huevos fritos, desde que te has sentado en la barra he escuchado algo que no había oído –y ella soltó una carcajada–. En fin, ahora mismo lo traigo, mucho ánimo.
     –No estábamos juntos, ¿sabes? Pero aún así... qué mal, qué horror. Ves que cosas así pasan a menudo y nunca piensas que vayan a tocarte tan cerca. Solo hacía 3 meses que lo habíamos dejado y ahora ya...
     –Pues dice mucho de ti que estés aquí y honres su memoria, de verdad. Si algo he aprendido trabajando en este sitio es que decirte “hay que seguir adelante” no sirve de nada, todos necesitamos un tiempo de duelo, pero ten cuidado, es normal estar triste, no es normal hacer de esa tristeza tu día a día. Él no lo querría. Acordarse de los fallecidos es bueno, echarles de menos también, desear que vuelvan... no tanto. También he aprendido que ir de negro aquí es peor aún, pero bueno, tradiciones... En fin, a la bebida invita la casa.
     –Gracias –y se puso a comer en silencio–... oye, ¿a qué hora sales?
     –A las 18:00, todos los días, menos los fines de semana que libro.
     –Estoy en la sala 22, me vendría bien tomar algo después.
     –Ah, bueno, vale... yo... solo tengo el uniforme del trabajo, pero sí, vale.

     “¿He quedado con una chica que acaba de perder a su ex?”, llevaba seis años trabajando allí y nunca le había pasado. “Será el dolor o el encanto de estas paredes marrones, o seré yo, que de vez en cuando me lo merezco”, pensaba mientras limpiaba vasos. Miraba el reloj que tenía en frente, las 15:30 aún. Recogió algunas mesas mientras su pensamiento ya no era tratar de hacer sentir bien a los clientes, sino en intentar sentirse bien él mismo. Las 16:20, estaba poniendo algunos copazos la gente allí bebe más que en otros sitios.

     –Llénala bien, niño... Total, hoy no tengo a nadie que me eche la bronca al llegar a casa borracho y apestando a DYC –y tras decir esa frase, un hombre de unos ochenta y tantos se puso a llorar y a gritar–. ¡Qué solo me has dejado, hija de puta! ¡Qué solo, mi Maribel!

     Aparecieron unos chicos más jóvenes, los hijos supuso, y se lo llevaron, empezaron a pedir disculpas. No había por qué darlas, poco se rompía la gente allí. Mucho traje negro, mucha alma más negra aún. La tormenta de ese hombre no era más que un nubarrón en el cielo del resto de personas, del mundo, por eso se lo puede permitir, eran personas, en todas las bolsas viene una pipa pútrida y asquerosa que te deja mal sabor de boca.

     –¡Eh! Llama la atención a aquel hombre de allí, que está fumando –le dijo su jefe.
     –¿No le podemos dejar? A veces lo necesitan...
     –Sabes que no, macho...

     Le iba a negar un cigarro a un hombre que lo mismo acababa de perder a su mujer, o a su hijo o hija o quien fuese, pero había perdido a alguien.

     –Disculpe, señor, no se puede fumar aquí.
     –Joder, es que fuera está lloviendo.
     –Lo siento, caballero, son las normas.
     –¿Normas? –dijo el hombre de pronto mientras se puso de pie, tiró lo que quedaba del Marlboro al suelo y lo pisoteó con la punta de su zapato bastante caro seguramente– ¡A tomar por culo las normas! ¿Dónde hay una norma que diga que un padre tiene que enterrar a un hijo? ¿Por qué un puto yonki le puede apuñalar y desaparecer y yo tengo que estar aquí sin fumar?
     –Yo...
     –¡Estás aquí! –era la chica de los ojos del cielo después de la lluvia– Lo siento, vámonos Fernando, por favor. Perdón, es mi ex-suegro...
     –Tranquila, no pasa nada.
     –Te veo luego –susurró cuando Fernando ya estaba algo más lejos y calmado.

     Escenas como esa y la anterior había bastantes al día. El camarero empezaba a pensar de manera gris, “la muerte me trae dinero y ahora una chica”. Le quedaba media hora, recogió algunos tercios vacíos y se fue a seguir poniendo cafés. Seguían abiertos por defunción.




domingo, 27 de octubre de 2019

Porque me hieres


Tú soltaste la cuerda, yo me até más fuerte.
Si iba a ser el último beso, lo habría dado para siempre.
Avive el seso las pesadillas del que duerme
por sufrir yo la condena del crimen que tú cometes,
que todo esto sucede porque me hieres.

Me clavo en las espinas mientras tú floreces.
Te hubiese dibujado si esas iban a ser las últimas miradas.
Me desentraño de otros daños para que te quedes
y estiro mis brazos por si al arraigar te salen alas,
que todo esto sucede porque me hieres.

Tú nadaste las lágrimas, yo me ahogo cuando crecen.
Me hubiese desollado las manos en las últimas caricias.
A cualquier cosa lo llaman ser diosa pero tú bebes
y crecen los mares pero naufrago en mil islas,
que todo esto sucede porque me hieres.

Tú soñabas despierta y a mi esta realidad me enloquece.
Te encendería el infierno con tal de que no sea tu último aliento.
Henchidos los pulmones por los empujones del que muere
y quiere vivir sabiendo que es mejor eso que ningún sentimiento,
que todo esto sucede porque me hieres.

Me voy haciendo de aire al caer para que tú vueles.
Si iba a ser el último mordisco te hubiese arrancado la piel.
Giman de eco las paredes que vieron cómo me quieres,
encadenados, siendo pecado y salvación a la vez,
que todo esto ya no sucede porque me hieres.



martes, 22 de octubre de 2019

Sabor, saber


     No sabía cómo podía estar vivo a estas alturas de la película (o de su vida). Llovía y no sabía si olía a humedad o era el insufrible hedor de alguien que dentro de poco iba a ser irrelevante para algunas personas. “Como todo, como todos” pensó. Llovía, y afuera también y no encontró mejor momento para hacerlo. Se echó un vistazo en un espejo con una esquina rota. Si lo había roto él, entendía tanta mala suerte; si no lo había roto él, se la estaba llevando igualmente. Tenía en la mirada un infinito que solo conocen los que sí que han llegado a su fondo. Un negro mate, sin brillo ni ilusión le devolvía la mirada. Torció el gesto. “Si esperas cambios, no van a venir aquí, mirándome”. Esperaba que pasase algo, pero no sabía el qué. Se alejó del espejo, pues el tipo que estaba viendo allí le estaba dando lástima. La sacó. “Sería horrible que el último sabor que tuvieses en la boca sea el del metal y no el suyo”. “¿Y en la cabeza? Pero eso a veces no sale bien, y es una visión horrorosa”. Fue a un aparador de madera que había en la sala de estar, abrió el segundo cajón y cogió una saca púrpura que tenía de no sabía qué, pero allí estaba. Se la puso en la cabeza y no sabía qué le iba a matar antes, si el disparo o la asfixia. El sabor a que te falte algo y tener la boca seca tampoco era agradable. Se la quitó y respiró frío. Con los pulmones helados pensó fríamente “hoy no”.

     Quería quitarse esa pesadumbre de encima. Salió a la calle y las hojas, mojadas, no crujían bajo sus pies. Miró hacia arriba y mientras la fina cortina de lluvia le cerraba los ojos pensó que a partir de ahora solo iba a tener pensamientos positivos sobre lo que se encontrase. Pasó cerca de un coche y un gato salió corriendo, o intentándolo. Cojeaba, estaba mojado y tenía un ojo rojo y lleno de legañas. No tenía muy buena pinta. Era blanco con manchas marrones. Del coche fue directo a la boca de una alcantarilla donde en ese momento desembocaba un riachuelo de agua gris de lluvia y que hacía que el gato no se atreviese a entrar. Los dos solos se miraron. Maulló y él se acercó. “Sé positivo, sería mucha mala suerte que te pegase una puta enfermedad”. Lo consiguió coger y el gato apenas puso resistencia. Era martes y el veterinario estaría abierto.

     –¿Qué le pasa a este pequeñín?– dijo una mujer con bata blanca cuando entró. Tanta pared blanca le dolía en los ojos. Los fluorescentes no ayudaban y el tono agudo repelente de esa veterinaria le volaba los sesos, como si no lo hubiese intentado.
     –Me lo he encontrado así bajo la lluvia...
     –¿Tienes pensado quedártelo?
     –Sí, claro– “los cojones, si no sé ni cuidarme a mí mismo, qué voy a hacer con una criatura a mi cargo”, pero ya era tarde y estaba rellenando una ficha con sus datos. –También cojea un poco, no sé qué será.
     –Tranquilo, mi ayudante se encarga.

     Si no hubiese sido como era él, se hubiese fijado en la joven. Media melena castaña caía como un pequeño mar de chocolate que iba a morir en sus hombros. Llevaba también una bata blanca y un pijama verde algo más oscuro que sus ojos. Para no fijarse en ella se quedó bien con esos detalles. La chica sonrió y los labios, muy finos, desaparecieron por un instante.

     –¿Qué le pasa a este peludito? –preguntó mientras se lo llevaba.
     –Usted puede esperar aquí un momento, intentaremos no tardar.
     –¿Le importa si voy mientras al cajero de enfrente?

     Antes de que pudiese contestar, salió de la tienda. Se encendió un cigarro y el sabor a nicotina le llenó la boca y los pulmones. “¿Qué cojones acabo de hacer?”. Pero tal vez ese era el cambio que necesitaba. “La gente a veces espera grandes cambios, un viaje de locura, dejar un trabajo, casarse o tener hijos, yo... tengo un gato”. Sonrió un poco mientras iba al cajero. Iba pensando nombres. “Metal está bien, prácticamente es lo único que casi desayuno esta mañana, o púrrrrpura” y se rió de su chiste. Metió la tarjeta en el cajero, no sabía cuánto podía costar el veterinario, así que sacó 300 euros. “Espero que sea suficiente. Le podría llamar otoño. Otoño está bien”. Se dio la vuelta mientras guardaba el dinero.

     –Los trescientos euros, ahora– ni siquiera vio al tipo, solo vio una navaja apuntándole.
     –Oye, espera, tranquilo...
     –¡Que me los des, hostias!

     Le supo la boca a metal. A óxido más bien. Se apoyó contra la pared mientras se agarraba el vientre. El tipo se largaba con su cartera. Apenas le vio, solo la navaja. La sangre le salía por la boca mientras intentaba no toser, pero sabía que ese sabor que le llenaba la boca no traía nada bueno. Echó la cabeza hacia atrás y, si fuese una película, la cámara se alejaría hacia el cielo mientras la sangre pierde color al ser diluida con el agua de la lluvia. No dejaba de llover, las nubes grises reclamaban lo que era suyo por propio derecho en otoño. La acera gris dejaría de serlo, aunque fuese un poco.






miércoles, 16 de octubre de 2019

El sayal y la magia


Préndeme en la hoguera donde arden los planetas
que cupieron entre las estrellas que solo fueron remiendos
de los rotos que dejaron las palabras descontentas,
por tanto que acendro más de mil agujas que fluyeron
en un mar de hierba, en nuestro adiós violento.

Donde huelga el peregrino y seca de aguacero su sayal
nos encontramos como dos ánimas del diablo
que sin magia es podredumbre donde pacerán
todos nuestros tornados, mientras los dos maullamos
por querernos topar, por si hay que desempolvarnos.

Cuélgame en la horca donde mueren las horas
que pasaron entre las rosas que sirvieron como excusa
para advertir que en tu cuello también yanta mi boca,
por morderte la luna mientras mi corazón aúlla
y tú te vuelves loca, yo me vuelvo de espuma.

Tírame a al vacío donde caen rayos sin tronido,
que no llegan furiosos, porque se sienten estorbo
del sonido de tu voz cuando cantas porque he venido
con mi mandil lustroso cargado de pergaminos y de oro,
por tus alas reprimido y por enseñarte estos epodos.

Donde huelga el peregrino y seca de aguacero su sayal
nos encontramos como dos ángeles descalzos
que con su magia es abundancia de la que beberán
los mares que nadamos tan desnudos como hadados,
por querernos hallar, por si hay que desempolvarnos.




domingo, 22 de septiembre de 2019

Yo quería


Yo quería que fueses mi novia cuando sea mayor,
que fueses mi constante si algo iba mal,
como un terremoto o un volcán en erupción.
Yo quería morir en las trincheras de tu corazón
cada vez que me declarabas la guerra mundial
porque este juego de uno no estaba hecho para dos.

Yo quería quedarme dormido
en las arrugas de tu frente,
de ese ceño fruncido.
Yo quería escapar contigo,
tú me hiciste más valiente
en este mundo podrido.

Yo quería terminar de ver el mundo
y besarte en mil lugares,
derribar todos los muros.
Yo quería tachar mapas juntos,
explorar todos tus lunares
y morderte siempre el culo.

Yo quería con mis manos
hacerte una casa con ruedas
donde tocarnos todo el rato.
Yo quería que el tiempo no pasase en vano
y hacerte ver que si te quedas,
quedan historias para susurrarnos.

Yo quería columpiarme en tu pelo,
marearme dando volteretas en tu boca,
no distinguir tus ojos del cielo.
Yo quería acurrucarme contigo en invierno,
hacer manitas y volverte loca,
elegir una serie y no verla por ponernos tiernos.

Yo quería ver países que nos quedan,
que te apoyases en mí en los aviones,
que me lleves a comer por Inglaterra.
Yo quería terminar de descubrir Grecia,
que el Egeo nos acaricie los talones,
y al terminar la Tierra, seguir con más planetas.

Yo quería respirar de tu cuello
y descansar sobre tus hombros
porque era tu cuerpo mi templo.
Yo quería un bosque y escondernos
porque contigo me sobran todos,
contigo solo me pasa el tiempo (y lento).

Yo quería hacer sombras en tu piel
con la luz de las auroras boreales
que nacían en mi cuarto cuando me venías a ver.
Yo quería jugar a qué prenda era la primera en caer
y en la geografía de tu cuerpo construir hogares
donde vivir aunque fuese un rato, pero vivir bien.

Yo quería que siguieses en la cama
o que me esperases en la ducha
y plantar vainillas en tu espalda.
Yo quería que siguieses aquí mañana,
si hace falta que no salga, secuestro a la luna,
atranco todas las puertas y cierro las ventanas.

Yo quería todo lo que no quieres,
seguir cosiendo ombligos,
pero a ti te esperan los trenes.
Yo quería hacer que no me dueles,
yo quería todo contigo
y solo tengo lo que ven estas paredes.



jueves, 12 de septiembre de 2019

Lo que se ve desde aquí


     Degollaron a la cabra y cuando cayó al suelo de golpe, el sonido del cuerpo inerte resonó por la cueva. Un hombre rajó la panza del animal y rebuscó el hígado. “Qué raro, no es día 7”, pensé. Sacó el órgano de un color rojo brillante, sano. La Pitia lo aceptaría. Un olor como a azufre empezó a emanar de las grietas del suelo junto a unos vapores que me hicieron empezar a sudar. La mano del tipo me empujó la espalda, haciendo que la camisa se me pegara debido al sudor.

     –Al aditon –me dijo.

     Pasé por delante del ónfalos, una roca con forma de medio huevo enorme, y entré en el habitáculo que no era más que una estancia aparte de la propia cueva, donde el olor a huevo podrido era más intenso aún. Una mujer cuyo rostro no veía se sentó en un trípode. No abrí la boca para nada porque nada quería saber. Solo quería irme porque no entendía nada, empezaba a marearme por el calor y el olor y estaba a varios kilómetros de donde debería estar. Intenté caminar hacia la salida cuando la Pitia habló.

Aedo, aspiras a lo mismo que las águilas,
pero en esta guerra el cielo te queda lejos.
Tus versos solo hacen que la diosa
resguarde los glaucos ojos bajo el casco,
el pecho intransitable tras la égida
y nada tienen que hacer contra la sabiduría.
Si buscas tu paz, prepárate para su guerra.

     Desperté bajo el cuadro de un trirreme. La supuesta madera de la habitación me abrasó los ojos. Fuera estaba todo nevado, pero el día era claro. Miré por la ventana, Delfos era imposible de ver, pero lo que sí se podía ver desde aquí era el cruce de montañas donde debería estar aproximadamente. No sabía que hora era, hace ya que me pediste tiempo y desde entonces he perdido el mío y el que pueda
tener no me importaba. Tragué la poca saliva que tenía en la boca y fui a lavarme la cara.

     Me senté en los pies de la cama a pensar, pero el ruido de mi cabeza no me dejaba hacerlo con claridad. Se enzarzó la mente con tus pasos, y el rugido del estómago entró en una discusión que ya se sabía ganada por el apetito. Un tapiz enfrente de la cama con unas grecas azules bajo un fondo rojo hizo que mis ojos se perdieran por un segundo, pero me puse en pie y salí. Salí de la habitación, salí del hotel, intenté salir de tu vida y fui a buscar un sitio para comer algo en el pueblo. “Το Πιθάρι” me dijo un tipo con bigote y boina señalando una cuesta hacia abajo. Bajé con cuidado intentando no resbalarme con la nieve y el hielo, bastante ridiculez llevaba mi vida encima.

     El calor hogareño del restaurante me reconfortó. Olía a alguna carne asada, no sabía lo que era, pero tenía que comer eso. Pedí como pude en inglés y me trajeron un trozo de lo que parecía cordero con patatas fritas y un poco de ensalada en un plato enorme. También unos hojaldres rellenos de queso que no había pedido, pero como buen turista que era dejé que me la colaran y me los comí. No sé cuánto llevaba sin comer(te). “Kόκκινο κρασί” era otra de las pocas cosas que sabía decir. Y pedí bastante. “Menos mal que el hotel es todo cuesta arriba”.

     Salí repleto, pero aún era pronto, supuse, para volver al hotel. No iba tampoco (muy) borracho, así que hice lo que se hace cuando estás de vacaciones solo y sin nadie que organice nada: pasear. Entré en una tienda de souvenires y me llevé imanes para mi familia, una baraja de cartas algo erótica para un amigo, comida y bebida para las demás personas y bebida para mí. También entré en el mercado del pueblo para aprovisionarme, que tampoco tenía tanto dinero como para comer a diario en restaurantes, y el del hotel no era barato precisamente.

     Volví a la cafetería con vistas a tomarme un café solo muy caliente, deporte nacional de la zona y me dispuse a hacer eso para lo que había venido. Saqué una libreta y un bolígrafo. Miré las montañas nevadas, miré el pueblo de postal, miré la hoja en blanco y pensé: “Esto te hubiese encantado”, y escribí en el papel:

     Ojalá te olvide pronto para hacer del recuerdo algo disfrutable.






miércoles, 11 de septiembre de 2019

Mis mil costillas


De clavar tu nombre y sin darte cuenta
a que crezca un roce entre sirenas.
Aún está la sombra de tu cuerpo en mi pared,
reflejo de las auroras que robaste al anochecer.

De cogerte la nariz y siempre a la derecha
a que ibas a estar por aquí como beso que acecha.
Todavía quedan huellas de una lengua resiliente
haciendo que se estremezcan labios que apenas duelen.

Que me arranquen mil costillas
para hacerme otra como tú,
que me purgue las pesadillas
y sin tener nada en común.

De quererte un universo y más estrellas
a echarte tanto de menos que el dolor no quepa.
Aún sigues trotando como abrazos de dos niños,
eras un potro desbocado y yo el trueno con el que grito.

De decirte más callado y amarte con la mirada
a vernos sin desnudarnos y los enredos en la garganta.
Todavía quedan restos, las lechuzas y los barcos,
la foto de azul y negro, el olor a coco en mis manos.

Que me arranquen mil costillas
para hacerme otra como tú,
que me purgue las pesadillas
y sin tener nada en común.

Me cierro, me coso,
me llaman río,
porque el miedo
en mis ojos
es por tus quejidos,
porque el viento
y los monstruos
me llevan
y me apartan
de sentirme vivo,
y los planetas
de tu espalda
son solo los sitios
en los que banderas
con tu alma bordada
arropan todo lo que he sentido.

Me abro, me vuelo,
me llaman río,
porque mis pasos
al cielo
son por mis quejidos,
porque los años
tan muerto
me llevan
y me apartan
de sentirme vivo
y los planetas
de tu espalda
son solo los sitios
en los que aprendiera
a cosernos el alma
y a intentar volver por donde hemos venido.



jueves, 5 de septiembre de 2019

Invierno en Arájova


     –¿Primera vez que viaja a Arájova? –chapurreó en español el conductor que me llevaba desde Atenas a la localidad.
     –He pasado por aquí un par de veces al ir a Delfos, poco más.

     Habían pasado ya las siete de la tarde, era prácticamente de noche y hacía frío. El chófer me dijo que seguramente habría nevada esa misma noche. Era mi primera vez en Grecia en invierno y también era la primera vez que iba solo. No llevaba a nadie a mi lado al pasar por la lambda en la cual Edipo mató a su padre, nadie contempló conmigo el Parnaso, al que siempre había visto desnudo, con nieve en la cumbre. Arájova era idílico, como un pueblo de montaña ideal para vacaciones en pareja o en familia, y yo lo disfrutaría solo.

     Reconocí la calle principal antes de que el coche subiese por unas callejuelas a la parte más alta del lugar, donde estaba situado el hotel en el que me alojaría. Era rústico, no muy grande, más bien acogedor y el calor me caló enseguida, y menos mal, pues nada más estacionar el coche, empezaron a caer los primeros copos de nieve. “Καλή νύχτα”, me dijo una recepcionista vestida de azul, labios rosas, dientes blancos, ojos verdes y pelo negro. Contesté en inglés para seguir la conversación, porque mi nivel de griego era más bien nulo. Mi habitación estaba en la segunda planta, aunque tampoco había más, y me dijo que podía ir a cenar algo al bar-restaurante del propio hotel, ya que con la nieve empezando a caer no era muy recomendable salir.

     La habitación parecía sacada del Great Northern Hotel, de Twin Peaks, con una madera muy vistosa y decoración rural. Una cama de matrimonio enorme que se haría más enorme si en algún momento tu recuerdo me atormentaba como lo hacía la nieve contra la ventana. El cuarto de baño era pequeño y algo antiguo, con un retrete de los que no tragan papel, aunque eso era muy común en tierra helena. Me senté en la cama a pensar si de verdad quería estar allí solo, sabiendo que ibas a estar tú más en mi mente que el propio disfrute. Te echaba de menos. Te imaginé ya deshaciendo la maleta y colocando todo, organizando lo que podíamos hacer durante los siguientes cinco días y diciéndome que busque yo algo o que fuese a pedir la clave del WiFi. Como antes. Así que dejé la maleta hecha, tiré el móvil encima de la cama y bajé al bar.

     El bar tenía la misma decoración que la habitación, aunque estaba más oscuro. Había una familia en una mesa, una pareja en otra y dos tipos en la barra, conmigo tres, y uno de ellos era mi conductor, que supuse que pasaría allí la noche porque conducir con lo que caía era peligroso. Pedí una Mythos para abrir el apetito antes de la cena.

     –¿Trabajo? –me preguntó el chófer. No tenía ganas de hablar, pero seguro que era la única persona que hablaba un poco idioma y no le iba a hacer el feo.
     –A medias, también un poco de placer y otro poco de tortura.

     Mi interlocutor se echó a reír y siguió bebiendo, y yo también, pero sin reír, como siempre, que últimamente siempre es diciembre. El hilo musical era horrible y casi prefería que alguno de los niños de la familia berrease o gritase para no tener que escuchar esa música sin alma.

     –¿A qué te dedicas? –preguntó pasados unos minutos.
     –No sé, escritor, supongo.

     Entonces cruzó unas palabras en griego con el otro tipo que debió escuchar el camarero. Yo no entendía nada. El de detrás de la barra se me acercó y me dijo: “Ah... μεράκι, μεράκι”, y casualmente yo conocía esa palabra, y sonreí, fue una sonrisa de las que te empañan los ojos y te llenan un poco de orgullo y pensé que ojalá estuvieses ahí para verlo, para verme, o para decir que la cerveza no sabe igual que en verano.

     Me fui a una mesa para cenar. Ensalada, dos souvlakis de pollo y vino de retsina. La mesa era un mundo sin fin, con un horizonte vacío que solo una persona como tú podría haberlo llenado y entendido por qué era tan especial pasar un invierno ahí, mientras la nieve caía y hacía viento fuera, y estarías deseando que saliese el sol al día siguiente para ver las vistas de día.

     No quise postre, pero si me subí una botellita de ouzo y unos cacahuetes a la habitación. Y no, no sabe igual que en verano. Faltaban batallitas de teatro, faltaba tu risa y la luna en una azotea viendo el Partenón al fondo, pero estando allí quise descubrir el encanto de Grecia en invierno para escribirlo, aunque me lo tuviese que inventar. Tal vez así me echarías un poco de menos. No me lavé los dientes y con el regusto dulce del ouzo en los labios me dormí sin tener que abrazar o besar a nadie antes.

     El cielo amaneció blanco, y mi sorpresa fue que desde mi ventana había una panorámica poliédrica espectacular de las montañas nevadas. Lo sé porque se me olvidó cerrar las cortinas. Tuve la vaga esperanza de que salieses del baño y mirases por ella, mientras te hacía una foto desde la cama, de que hiciésemos el amor antes de bajar a desayunar, de ducharnos juntos, pero lo único bueno que pude sacar de esa ducha fue que el agua casi hirviendo me sentó de maravilla.

     No me quedé a desayunar en el hotel, quise explorar el pueblo con luz, desayunar en una cafetería de Arájova, comprobar si había puntos desde los que ver Delfos y el mar, aunque estaba bastante nublado para ello. Me senté en un café con vistas a un mirador en el que a pesar de solo ver montañas blancas, sin más, podía afirmar que era precioso. Pedí un café solo no muy bueno y un bollo de mantequilla algo mejor. Saqué el móvil e inconscientemente busqué alguna foto tuya. Lo guardé y salí fuera. El mirador empedrado estaba limitado por una barandilla negra cuya parte de arriba estaba cubierta por la nieve. Lo agarré tenso. La bufanda verde ocultaba mi sonrisa amarga y estaba seguro de que si lloraba se me iban a congelar las lágrimas en la cara. La gente que iba a la estación de esquí pasaba de largo por detrás de mí y me dejaba tan solo como ya lo han hecho antes. Pese al frío, las señoras del pueblo, de negro, se sentaban en las puertas de sus casitas y en muchas tiendas turísticas de alrededor ya estaban poniendo la decoración navideña.

     Una mano se apoyó en mi hombro.

     –¿Es que está muerta?
     –¿Y si lo estoy yo?



lunes, 2 de septiembre de 2019

Fulgor (Interstellar 3)

     Las dos primeras partes están en Antítesis Estética o en mi fastuoso libro de venta en Amazon Canciones para un viaje en cohete.


El cable está bien pero no puedo respirar,
estoy perdiendo conexión con la nave principal.
¿Qué dirá el ordenador con el que juego al solitario?
¿Qué dirán quienes me encuentren en el espacio?

En la escafandra se refleja un intenso fulgor,
serán las estrellas explotando para ti,
me planto en el asteroide 58242,
en la Tierra veo que brillas tanto sin mi.

Caben planetas entre nuestros besos,
no hay vías lácteas que recorrer en tus huesos.
No sé en qué parte de tu piel está esta órbita lunar,
pero me siento ingrávido cayendo desde tu altura sideral.

Aparecen los grises, me empiezan a rodear,
allí abajo, aquí arriba, ningún sitio es mi hogar.
Te expulso de mi pecho, hago sitio en mis pulmones,
cojo aire, me lanzo al vacío flotando entre estaciones.

En la escafandra se refleja un intenso fulgor,
serán las estrellas explotando para ti,
me planto en el asteroide 58242,
en la Tierra veo que brillas tanto sin mi.

Se acerca una nave nodriza
y usarán mi cuerpo
para ciencia que no entiendo,
para algo sirve tanta vida
y eso que llevo tiempo muerto.


sábado, 27 de julio de 2019

La prostitución del Cabo Sounion


Qué rabia no llorar y quiero,
este quebranto lo aprendí de tu vuelo
que amansa las lenguas saladas,
tranquilas se olvidaron de que volveremos.

El ansia de no morirse y gritar,
ni las perdices picotearon mi llorar
que reposa bajo un cielo rosa,
no encontré sosiego pero tú, sí paz.

Mudan las horas en minutos y ves,
el sol ya ha puesto el vinoso ponto a tus pies,
que plácidos descansan sabiéndose en su casa,
yo solo buscaba quietud y la encontré al revés.

Qué angustia este cavilar y no quiero,
las preguntas me arremeten por tu miedo:
a qué vino eso de ceñirnos,
buscaba tierra en medio y me encontré tu cuerpo.

Las ganas de no desaparecer y pensar,
rodeado del gentío y su estruendoso murmullar
que se eleva en un cielo de brevas,
solo encontré la hartura de verte llegar.

Quise de esos segundos, horas, y ves,
la luna nos clavó la noche y te arrullé,
los párpados cosidos, tu cuello ya abatido,
no quería contemplarte y naufragué.

Y qué diría el poeta que maldijo a Atenea
que vio en tu abrazo la rebeldía,
que sintió en mi pecho la alegría
de desvivir una vez más,
¿acaso no vio Egeo que este era el mejor lugar?

viernes, 12 de julio de 2019

La insoportable levedad del ser (en verano y con la Charo)


     La gravilla crujió bajo las ruedas del monovolumen familiar. Apenas había apagado el motor, Charo ya se había bajado del coche. “¡Qué asco de humedad! Ya estoy pegajosa... ¡Vamos niños, despertad y salid del coche, que ya estamos en la playa!”. Los niños habían hecho la mayor parte del viaje dormidos. Salieron pronto, sobre las 6, para no coger atasco. No lo habían pillado. Mientras Marcos y Cristian se despertaban, aprovechó para mirarse en el retrovisor. La frente sudada, entradas más que incipientes... y menos mal que ahí no se notaba la coronilla ya cada vez más despejada. “Los cincuenta están aquí al lado, macho”. Despegó la espalda empapada de sudor del asiento y él también bajó. Sacó las maletas (las regalaban con los cupones de un periódico, buena oferta) y fueron al apartamento que había alquilado para una semana en Santa Pola.

     –¡Hala! Tiene piscina –dijo Cristian, el pequeño, al entrar en la urbanización.
     –¡Pero a la piscina puedes ir en Madrid! ¡Aquí a la playa! Vamos a desayunar y nos bajamos a bañarnos –le dijo Charo.

     Ya llevaba él solo las maletas. Ya las subía él. “No se parece mucho al de las fotos, nos han engañado” escuchó decir a su mujer al entrar y recibir el olor a cerrado en la cara. Un apartamento blanco, dos habitaciones, un baño, una cocina, terraza con su mesa y sus sillas, una tele antigua... “Joder, y qué más da, si serán todos iguales. Vaya semana.” Bajó a buscar un mercado cerca para comprar algo para desayunar mientras su mujer organizaba las cosas. “¡Coge solo algo para el desayuno, que hoy es el primer día y comemos por ahí! ¡Y cómprame el Pronto para leerlo en la playa! ¿Metiste los manguitos del niño en la maleta? Seguro que no, cógele unos en algún chino o lo que sea.” Vacaciones, lo llamaban.

     Cola Cao y TostaRica para todos. Se pusieron el bañador y bajaron. Aún había bastante hueco en la playa. Clavó la sombrilla y Charo colocaba un par de tumbonas. Llevaba un bañador negro, un sombrero de paja y un pareo de flores. Antes de sentarse se lo quitó, dejando ver los muslos. Se mantenía bien. Estaba bien que después de tantos años su mujer le siguiese atrayendo sexualmente, a ver si esas vacaciones podía hacer algo con ella o tenía que seguir con las pajas furtivas en el baño. Se le notaban los 20 minutos de fitness en el gimnasio del barrio y la media hora de después en la cafetería de enfrente con sus amigas. Se echó crema y sacó la revista.

     –Mira, ya se van estos a Mallorca, ¡qué monas las niñas! Es lo que nos ha faltado a nosotros siempre, una niña, ¿verdad?
     –Sí, tan guapa que hubiese sido... –“los cojones”, pensó. “Una niña, para que cuando fuese adolescente hubiese tenido que estar preocupado para que no se fuese con el primer gilipollas en moto que pasase...” “¿Y qué mierdas me importa a mí que la Familia Real se vaya a Mallorca? Estarán cansados de currar, no te jode.”– Pásame la crema, Charito.
     –¡Niños! ¡No os metáis muy pa' lo hondo! A ver si esta tarde les compramos una pelota o unas palas, para que jueguen aquí.
     –Sí, cariño.

     Empezó a torrarse al sol mientras observaba el panorama. Vaya con las chicas. Sería la edad, pero le ponían todas. Iban con bikinis que apenas les tapaban, con tangas, hacían topless para que no se quedasen marcas... Las gafas de sol estilo aviador que le regalaron sus compañeros de trabajo ocultaban su mirada casi lasciva. “Joder, soy lo peor” y miró a su Charito, enfrascada en la última gilipollez de nosequé tertuliana. Vacaciones... ¿de qué? Si se ha traído lo que tenía en casa pero a la playa. Lo mismo pero más mojado. ¿Y la felicidad? ¿Cómo sabía si eso era la felicidad si no tenía nada con qué compararlo? Una carcajada de su mujer le sacó de sus pensamientos. “¡Uy la Yoli! Mira, mira lo que ha pasado por el grupo de madres, ¡jajajaja!” Y le enseñó un chiste, un meme de esos que llaman, que ya había visto mil veces en Facebook, pero sonrió igualmente. “¡Vaya tía!”. Cogió él también el móvil. Solo un mensaje de Whatsapp que decía: “Pásalo bien, hijoputa, ya nos contarás”. No creía que le fuesen a echar mucho de menos en el curro. Vio las noticias, últimos fichajes de su equipo y compartió en su muro un vídeo viral sobre los beneficios de la siesta, algo que solo podía ocurrir en España.

     –¡Ay! Voy al agua, que me meo, échale un ojo a las cosas. ¡Marcos, Cristian, ya va mamá a bañarse! Mira, viene un negrito, cómprale una cerveza o algo, que tengo sed.
     –Sí, cariño.

     Se dobló hacia un lado, todo lo que su barriga no muy fondona le permitió, para sacar la cartera del bolsito color arena del Coronel Tapioca. “Hace mucho que no veo tiendas de estas, ¿habrán quebrado? En el centro comercial del barrio había una, el bolsito me lleva durando más de diez años, aunque las cremalleras ya no cierran. Ya me compraré una de piel en el paseo esta noche”.

     –Cerveza, “migo”. Fría, cerveza.
     –Dame un par, anda.
     –Sí, dos euros, “migo”. Cerveza fría.

     “De puta madre, esto en un chiringuito de esos son seis pavos por lo menos, vaya negocio tienen montado”, pensó mientras abría la lata. “¿No tendrá calor el negro? Va con ropa oscura y toda larga, madre mía, estarán acostumbrados, si es que viven en el desierto, y para venir aquí, a saber, si es que... cómo está el mundo, cómo lo pasarán allí para venir aquí, que tampoco están tan bien”. Y bebió un sorbo, acababa de pagar dos euros por dos latas de Steinburg del Mercadona. Después de las chicas, eso fue la segunda mejor cosa del día. “Está el agua estupenda, vete a bañarte con los niños, anda” escuchó como una voz lejana. Automáticamente dejó la cerveza y se fue con ellos.

     “Mira cómo nado, papá” y se tiraba Marcos en plancha, como si al darle el agua en el pecho ostentase la talasocracia de la zona. El pelito rubio se le aplastó contra la frente y casi le tapaba los ojos. Cristian chapoteaba en la orilla con sus manguitos de la Patrulla Canina, pero se metió más cuando vio a su padre, en busca de la seguridad de sus brazos. Se remojó un poco y salieron todos del agua. Al salir, unas cuantas conchas blancas se le clavaron en los pies. Fue a su sombrilla, comprada en el Alcampo hace tres años y con el color rojo desgastado. Una gota que se cayó de la lata se resbalaba por el canalillo algo arrugado de Charo. Ella se dio cuenta, y se dio cuenta también de que su marido lo había visto. Le sonrió y se la quitó. Podía tener suerte esa noche. “¡Papá, quiero un polo!” “Yo quiero un flash”. Y fue, y esta vez sí tuvo que ir a un puesto de la playa. Esta vez fue más caro, casi tres euros. “Su puta madre, vaya negocio”.

     –He visto antes al lado del apartamento un buffet libre, podemos comer ahí –dijo Charo cuando se volvió a sentar a su vera.
     –Sí, cariño.

     Y cerró un momento los ojos. Vacaciones, “¿de qué?”



domingo, 7 de julio de 2019

Far From Home

No querías ser ella y eres;
te conozco tan bien
que apenas podría decir si me quieres.
La tercera musa que huye,
cortando al bies esta piel,
solo una gota más que se diluye.

Te odio pero estoy aprendiendo a mentir,
tanto que entre cada palabra
no tengo casi tiempo para vivir
y como dice Zahara:
"¿Qué voy a hacer con todos los abrazos que hice a medida para ti?"

No querías caerte y tropiezas;
te conozco tan bien
que apenas podría saber dónde va cada pieza.
Ibas a ser mejor que una más,
la casa para dormir y que ensucié
con todas las letras que creí que eran de verdad.

Te quiero pero se me está olvidando mentir,
tanto que entre el pecho y la espalda
no hay nada que se acuerde de latir,
y como dice Zahara:
"¿Cuándo volverás a ser quien conocí?"
Como dice esa frase triste y macabra:
"¿Qué voy a hacer con todos los abrazos que hice a medida para ti?"



domingo, 16 de junio de 2019

Cuaderno de bitácora


No estás y la cama se me hace un mundo,
y está triste la noche de San Juan
porque las hogueras sin deseo son un leño desnudo
al que me atraco para poder bojear.

Y a cuál de las cuatro esquinas iré a parar,
entre sus pliegues de tela he sembrado esperanzas
para regarlas con las decepciones de tu marchar,
que crezca ese futuro en el que te quedas y no disparas.

Voy a pasarme a la prosa,
que los versos se quedan cortos
para esta murria que me ronda,
para decirte que el cuaderno vive de los folios.

En una espera esa tierra helena que te vio nacer,
donde los mitos agonizan al ver que eres de verdad,
que no hay laureles en tus brazos ni oro para corromper,
donde tu pelo son las algas y tus labios de donde lamo la sal.

Y justo enfrente una perla roja del desierto,
donde la Menara se seca al ver que bebemos de tu mar,
que la menta crece en tu boca y los gatos viven de tus dedos,
donde te despierta una palabra de madrugada pero no necesito rezar.

Voy a pasarme a la prosa,
que los versos se quedan cortos
para esta murria que me ronda,
para decirte que en el cuaderno aún quedan folios.

En otra cruzaba por la geografía de lo propio y lo ajeno,
donde los ríos arropan murallas y las torres cantan,
que en una bañera blanca descubrí la galaxia de tu cuerpo
donde mis pestañas por fin descansan y mis manos bailan.

Y justo enfrente que vengan otros mil teatros
donde seamos quienes seamos, vuelvas aquí,
que cuatro maderas y cuatro focos sepan desnudarnos,
donde los próximos viajes sean junto a ti.



lunes, 3 de junio de 2019

Arrecian tormentas


Dices que casi no sangro tras esta guerra;
digo que no es lo mismo morir en tu mar en calma
que hacerlo después de que arrase la selva,
que perecer bajo una nube que llueve sus garras.

Por este puente ya se colgaron
el Kutxi y Mario,
Enrique y Castro,
Leiva y Calamaro,
y todos con sus manos
arrecian tormentas dentro de las tripas;
y a qué vino esa despedida
sin un pañuelo blanco anunciando
que en cada sacudida
desprende lágrimas secas
que se beben la vida;
que de cada hilo que queda
pende el tiempo que me quitas
porque estás aquí gritando
que sientes que me duelas,
que te duele lo que sienta.

Dicen que casi no escribo esta pena;
digo que hay versos de sobra sobre el mes de abril,
que algunos están en un papel y otros en las venas,
que muchos hablan de ellas y todos hablan de ti.

Este disparo ya lo saborearon
Vega y Juancho,
Lorca y los Machado,
Tarque, Rubén y Nacho,
Zahara, Duchovny y Paco,
y todos con sus manos
arrecian tormentas dentro de mi cabeza
donde disfrutas bailando,
por tener de ti una imagen que me alegra
hasta que un recuerdo llorado
trae todos los viajes,
trae todas las escenas
es las que sientes lacerarme,
en las que tu piel era la venda;
y a qué vino esa despedida
si no has terminado de irte,
dame contra el borde de una esquina,
dame tu lengua para acabar de partirme;
que cada vez que abres la boca
es una palada de arena,
déjame tumbarme aquí en la sombra
y sigue diciendo
que sientes que me duelas,
que te duele lo que sienta.



jueves, 2 de mayo de 2019

Casa Austera


No he venido a perder el tiempo
ni a recuperar el que se ha perdido.
Sabiendo que me vuelvo a los demonios,
durmiendo como siempre sobre los cuchillos.
Sangrando todo el cielo que se ha roto,
llenando pozos de lo que he bebido.

No he venido andando como alma en pena
ni a mirar ajenas para estar más vivo.
Vistiendo nada más que unas cadenas,
sonando por mi cara el correr de un río.
Cegando arco iris que bailan verbenas,
brillando la de siempre, plata sin vestido.

Pero si me da por subirme al monte y gritar,
espantando a las estrellas, que vuelvas,
¿cuántas voces volverán
a vivir en mi casa austera?

No he venido a que me maten los dolores
ni tampoco a sufrirlo sin testigos.
Temiendo que me quemen los dragones,
contando cuentos como si fuese un niño.
Llorando por las primaveras sin olores,
volando entre su cuerpo de rosigo.

No he venido con mi risa a ahuyentar inviernos
ni con la misma a razonar conmigo.
Desencajando abrazos y no padecerlos,
sintiendo la ponzoña con la que me abrigo.
Riendo porque la vida supo vencernos,
resucitando como la gazuza del mendigo.

Pero si me da por subirme al monte y gritar,
espantando a las estrellas, que vuelvas,
¿cuántas voces volverán
a vivir en mi casa austera?



jueves, 28 de marzo de 2019

5 am


La voz de mi cabeza a veces se desdobla,
a veces soy yo chuleando,
a veces una mujer que baila sola,
que taconea por las cuevas de mi áspero cerebro,
que a veces piensa calma,
a veces pienso fuego
que sale a través de la mirada,
que a veces te sube al cielo,
a veces te baja la falda
hasta que la realidad me pega un tiento
para volverme más majara.

Como si no soplara el viento
cada vez que juntas las pestañas,
a veces me devuelves el aliento,
a veces respiro a bocanadas
del humo de sus cigarros,
de dos ciegos leyéndose el alma
que a veces es suave como el morado,
a veces hirsuto como las mañanas
que no hay quien coja en sus rosados dedos
los amores que se escapan
porque les persigue un sueño
que a veces soy yo rompiendo las ventanas,
a veces es ella emprendiendo el vuelo.



jueves, 21 de marzo de 2019

La caza


Como el cervatillo entre los dedos de madera,
igual que se ahorcan las flores en enredaderas,
nos tengo miedo,
estando tan lejos
pero a la vez siento como despegas,
despegas los labios y me besas.

Como el mar respira espuma en la arena,
igual que los vicios estallan en las venas,
nos tengo pánico,
es algo trágico
pero a la vez siento como te estrellas,
estrellas tu pecho y tiemblan las piernas.

Como los pajarillos contra el molino,
igual que luchan frente y ombligo,
nos tengo temor,
y escucho tu voz
pero a la vez no entiendo este sonido,
sonido que anuncia tus pasos pero no has venido.

Como las canciones para los poetas,
igual que es un punto para las letras,
nos tengo miedo,
y moviendo los dedos...
pero desenfundas y disparas a mi cabeza
que vuelca y sangra poemas.



domingo, 10 de febrero de 2019

Tuya es


Ey, solo en tu cuerpo se pueden unir
esa desgana y las ganas de vivir.
Estorba en tu cara ese humedal
pudiendo ser la risa de mi eternidad.

Crees que nada avanza,
pero cada segundo nos mata,
ey, es tu tiempo el que se ha parado
en ese sitio que has inundado.

Pero tuya es esta tristeza tan bonita,
y es por eso el sol en tus pesadillas.
Por eso hay tanta ternura en tu aflicción,
realmente es bonita como lo es tu desazón.

Ey, si te rompes estando sola,
cuántos huesos suenan sin que los oiga.
No des todas las guerras por perdidas
sólo porque al ver tus manos están heridas.

Crees que todo se puede arreglar
pero tu mejor opción siempre es volar,
ey, es tu vida la que decide no bailar
aunque haya sitios con orden de gritar.

Pero tuya es esta tristeza tan bonita,
y es por eso el sol en tus pesadillas.
Por eso encuentro amor en tu amargura,
realmente melancólica en tus ojos está la luna.