Sonaban los árboles, y las ventanas. Bailaban las hojas con toda la mierda que la gente tiraba al suelo. Fuera debía hacer un viento de la hostia. Bailé yo también por el laberinto de calor que eran las mantas y rebusqué las gafas por la mesita mientras me estiraba y el cuerpo crujía como estaban crujiendo las ramas de los esqueletos vegetales que estaban fuera. Veía ya mejor y ya hace tiempo que no cojo el móvil nada más despertar porque apenas espero mensajes. Porque los buenos días este invierno son días sin más. Dudé si salir de la cama, pero joder, tenía que hacerlo, no porque me hiciese pis, no por el poco hambre, ni siquiera porque tenía que trabajar, simplemente en la cama no me retenía(s) nada y la vida sigue como siguen las cosas que no tienen mucho sentido, como en la canción esa.
Aún así desayuné, y me lavé los dientes automáticamente, y me vestí automáticamente sin importarme mi aspecto, llevaba pantalones, y jersey, y botas, y cazadora. Y salí a plantarle cara al frío, total, ya lo llevaba haciendo unos meses. Metí las manos en los bolsillos y me di cuenta de que en el izquierdo tenía un agujero. “¿Habré perdido muchas cosas?”, me pregunté. Más besos habrás perdido por no saber decir “te necesito”, me contestaron los auriculares. Ni siquiera me había dado cuenta de que aún era de noche. El nuevo fascismo es ir a trabajar cuando aún no es de día. Era tan de noche que aún había gente en la calle que no se había acostado, “¿qué puta hora era?”. Había dos tipos delgados en un banco de piedra, seguramente con el culo más frío que la litrona que se estaban tomando. No hablaban, solo fumaban algo que no era tabaco y se pasaban la cerveza uno a otro. Uno levantó la vista.
–¡Qué te pasa, payaso!
–Nada. Ese es el problema, nada.
–¡Qué dices! ¿quieres dos hostias o qué?
–¡Hostias! Deja, deja –le dijo el otro mientras se ponía de pie, no sabía cómo podía mantenerse. Olía bastante mal–. Si es...
–Sé quien mierdas es... sácanos en un relato de los tuyos, ponme que soy ingeniero, o algo, niño, a ver si a mi vieja le hace ilusión.
–Ya, bueno... –y seguí caminando pensando en mis bolsillos.
Jugueteaba con el agujero, sin connotaciones guarras ni nada de eso. Y bueno, estaba en el andén, rodeado de cadáveres poco exquisitos, más bien grises, más bien podridos. Y yo no sé si lo hice mal, te dije sin querer, pero bueno, siempre podría mejorar. Había caras conocidas en el vagón, las de todas las mañanas, y nos mirábamos pero no nos saludábamos, porque no tenía mucho sentido hablar con desconocidos, pero nos estábamos perdiendo historias tan bonitas, y no sé si hablaba de nosotros o de la gente. Una vez conocí a una chica con el pelo morado, y un chico que se enamoró de ella, incluso una vez me conocí a mí mismo. No sé qué otra función puede tener el metro: costumbrismo, enarmorarse cada pocos minutos, comprobar la bondad de la gente, comprobar la maldad de la gente, incluso hay quienes estudian, o peor aún, hay quienes lo usan para llegar a su destino. Pero llegó, pitó, calló al músico (qué mal) y la gente subió. Y la mayoría iba de negro, de gris, de marrón.
Cogía ese metro a menudo. “¿Y si algo del bolsillo se me ha caído aquí algún otro día?”, sin embargo, me pinché el pulgar con algo del derecho. Salió una gota de sangre. Y otra. Notaba el forro del bolsillo húmedo y caliente, sin connotaciones guarras ni nada de eso. Saqué la mano corriendo y un chorro fino de sangre manchó el cristal del vagón, como en una peli de Tarantino, que no me gustaba, pero algo he tenido que ver alguna vez (inserto un “gracias” irónico aquí). La gente cuyas caras me sonaban se escandalizaron, y la sangre seguía salpicando, y la gente de las caras se manchaba, y veía esa mirada familiar de entre pena y preocupación, la conocía tan bien, era la de todas las mañanas desde entonces en el espejo. Y la sangre no paraba y alguien tiró del freno, de momento no del de la vida. Y el tren paró en mitad de un túnel, pero no el que tenía pensado seguir. Me caí al suelo, estaba perdiendo mucha sangre y la gente gritaba. Realmente no fue tan vertiginoso como lo estoy contando porque solo era un chorro muy fino, pero vaya potencia. “Ya está, es el final”, pensaba. La gente llena de sangre no se ponía a follar como en el vídeo de pereza, sino que se preocupaban (parecía).
–¿Y quién ha dado al freno? ¡Llego tarde al trabajo! –gritó alguien.
–¡Gracias, hijo de puta! –solté entre mis posibles últimos estertores.
–¿Pero con qué se ha pinchado para sangrar así? Mira a ver el bolsillo con cuidado –dijo una mujer común de mediana edad.
–A ver... en el izquierdo hay un agujero, así que no hay nada...
–Es el derecho, imbécil –dije apuntándole un chorro de sangre a la cara.
–¡Ah!, pues... otro agujero, qué raro.
–Raro no, joder, ya has visto cuánto te mata el vacío.
Pero en fin, sobreviví, tal vez lo exageré un poco. Sabía que no era el final porque aún no había contestado a la pregunta que me hacía todas las mañanas desde entonces: “¿Por qué no nos morimos juntos?”, pero sin romantizar el suicidio ni nada de eso, más bien después de mucho tiempo, o sea, bueno, creo que se entiende... y yo ni quería escribir hoy, pero María lo estaba intentando y he tirado de escritura automática. Yo he empezado a escribir serio, y bonito, y he acabo con un dedo sangrando a lo bestia y hablando sobre lo de siempre. Como todos los días desde entonces, supongo.