martes, 18 de abril de 2017

Alergia (o una noche de perros)

     Cuando es que no, es que no. Me lo dijo alguien, no sé quién, ya quisiera acordarme con tanta estima de una persona que me da tan buenos consejos. Seguro que él sí se acuerda de mí, o no, quién sabe. Pero era que no. Hay algo conjurando para que ese no se cumpla, y esa vez no fue mi noche. Había algo, no sé el qué, confabulado con el universo para que se abriese un agujero negro en una parte de mí. En mis tripas, como cuando te acaban de dejar, sólo que esta vez simplemente era el hambre. Y cuando llama, se le hace caso. Estaba solo y no tenía (ni tengo, en presente) ni puta idea de cocinar, pero vaya, siempre hay algo en el frigorífico. Le eché un ojo oscuro como la noche a un par de yogures, marca blanca, de macedonia. Para cenar irían bien. Llevaban unos tres días caducados, pero de esa mierda nadie se muere, y suelo tener mala suerte, pero no tanta. Parece mentira que un yogur de macedonia, la orgía de las frutas, la bacanal de lo saludable, fuese de color blanco, pero vaya, ya lo avisaba el envase, nada de colorantes. Qué noche más negra y qué yogures tan blancos.

     Como buen jueves santo por la noche, encontraría miles de películas interesantes en la TV, como Barrabás o Ben-Hur, incluso Los diez mandamientos. En efecto, ahí estaba la última. Así que directamente apagué el dichoso aparato y me tiré en la cama a leer a Kazantzakis y su Zorba. Ojalá todos fuésemos, o al menos tuviésemos a un personaje así en nuestras vidas. Estaría en la calle, seguramente, con una guitarra española cual macedonio o griego con su santuri, y a la mierda los yogures y bienvenido sea el ouzo. Pero no, no era la noche. No estaba en una costa cretense, estaba en mi habitación, triste y amarilla, pero contento y apacible por la buena lectura y el sabor afrutado en los labios.

     Ya empezaban los párpados a echarse de menos, lo que pude traducir como cerrar la luz y apagar el libro y meterme en la cama. Litoral cretense o no, aquello era como estar en el Olimpo. No hay nada mejor que coger una cama con sueño, es como follar con ganas, pero no quería pensar nada de eso para que no se desvelaran ni mi entrepierna ni mi corazón. Otro que tenía los párpados bien abiertos debía ser mi vecino, fruto de las entrañas de una meretriz, que echó los acordes balcánicos de mi cabeza para insuflarla con reggaeton puro y duro. Tenía dos opciones, o tapones para los oídos o dos hostias al muy deficiente. Pero no me apetecía ni lo uno ni lo otro. Ponerse tapones es no dejar respirar al cerebro por un lado y no dejar que entren los sueños por otro. Y claro, si subía en busca de gresca con mi pijama de Batman, iba a causar más carcajadas que dolor, y vaya quijotada. Me deshice de la violencia que envolvía mi aura pacífica y cansada y me deshice del pijama también. Me vestí dispuesto a caminar en procesión, algo muy acertado dada la fecha de mis desvelos, por mi barrio, con el destino marcado donde dice la punta de la nariz, siempre a la derecha.

     Era casi media noche cuando yo, lejos de la violencia casera que me había abrumado hace unos minutos, fui testigo de más violencia, y es que parece que el ser humano no puede escapar de ella. Como si Lorca viviese entre nosotros, vi a dos gitanos a punto de pelearse entre ellos, seguramente por el amor de la gitanilla que estaba entre ellos, de rodillas y llorando para que no se peleasen. Por lo que deduje de sus gritos (y desde lejos, que me crucé la calle) eran familia. Mentaron bastante ambos a sus familiares difuntos, y uno de ellos exclamó algo de su bolsa escrotal y de su valentía. Como si el Lorca malhablado estuviese narrando la escena, vi como la Luna, presumida, se quiso reflejar en algo de acero que extrajo uno de los gitanos de su pantalón. Era tan típico que llevase una navaja que me sorprendió lo manido del asunto. Ninguno llevaba camisa blanca, y si llegaron a sangrar no lo sé, sólo sé que un grito agudo de la chica se ahogó entre la oscuridad húmeda de la noche.

     Yo seguía caminando, pensando ahora en Lorca y en las sirenas que se empezaron a escuchar. Si hubiesen sido caballos... pero cuando es que no, es que no, si ya me lo dijo un amigo, supongo. Las sirenas se pararon en el lugar de la pelea, pero las luces rompieron el silencio para anunciar que el altercado había sido allí. Tenía la mente en la comodidad, blandura y calor de mi destino, tenía ya la sal entre los dedos y una mirada clara me estaba esperando tanto como otra me estaba persiguiendo. Y allí, entre dos tierras, el Lorca de mi cabeza y yo fuimos detenidos por un elegante señor vestido de azul. Me quiso hacer preguntas sobre la pelea. Yo, que lo había visto todo desde lejos, le dije:

     YO:
Corre, corre, corre
el hilo hasta aquí.
Cubiertos de barro
los siento venir.
¡Cuerpos estirados,
paños de marfil!

     POLICÍA:
¿Qué dices?
     YO:
Yo los vi; pronto llegan: dos torrentes
quietos al fin entre las piedras grandes,
dos hombres en las patas del caballo.
Muertos en la hermosura de la noche.(Con delectación.)
Muertos sí, muertos.

     POLICÍA:
¿Estás bien?
     YO:
Sí, perdone, es la medicación de la alergia.

     Total, que el policía se pensó que le estaba vacilando, y me llevó a comisaria. Lorca se fue, seguro que con Kazantzakis, porque ya sabe que estas cosas nunca acaban bien. No tenía muy claro qué hacía allí, si me iban a detener por literato o es que era un testigo poco protegido. Estuve sentado un buen rato en una especie de sala de espera, en unas sillas azules poco cómodas y con carteles acusatorios por todos los lados. Mientras estaba allí entró un tipo alto, muy alto, y delgado. Llevaba un chándal viejo y olía a cerveza (y a más cosas). La sala estaba vacía, pero se sentó a mi lado. Era ya algo mayor el hombre, pero enseguida supe que era de esos que habían vivido lo suyo, los que hacen interesantes las historias, los que seguramente se han enamorado tantas veces como días tiene la semana, de los que montan a caballo salvajemente, de los que se puede escribir algo si te paras a observarlos en Amposta, de...

     –¿Me estás mirando, hijoputa? –me dijo.

     Y no contesté, porque su puño vino directamente a mi cara, ya cansada a esas alturas de la noche y con ganas de dormir. No sé de dónde sacó tanta fuerza un hombre con unos brazos gruesos como espaguetis, pero vaya si la tenía. Me manché la camisa azul de sangre. Cuando vino el policía y me vio la nariz hinchada y sangrando me dijo:

     –Joder con la alergia, ¿no?

     Me dejó irme, bastante castigo le pareció que tuve ya. Quería que acabase la noche, tenía ganas de bragueta, teta y revolcón, porque el golpe me había espabilado y las farolas me llevaron haciendo un camino de luces hasta mi destino. Porque aún quedaba algo de noche y esperaba aprovecharla, pero cuando es que no, es que no.