domingo, 27 de agosto de 2017

Pueblo [1]

     No era un gran pueblo, apenas tenía 20 habitantes en invierno, pero esa cifra se multiplicaba al llegar el verano. Parecía que el canto que la chicharra atraía a la gente, joven sobre todo, hijos y nietos de los que pasaban allí todo el año. ¿Y a quién le iba a molestar eso? Llenaban de vida la calle, de risas, de gritos, de algún que otro jaleo, de fiestas... pero ¿qué se le va a hacer? Son jóvenes. Todos se conocían allí. Sabían dónde vivía uno, dónde pasaba la noche el otro, quién le gustaba a quién, de quién era hijo o hija algún crío. La vida del pueblo, con sus vacas, sus cerdos, sus insectos, su iglesia en la plaza, su pilón.

     Sin embargo, el motivo de mi presencia allí no era relajarme y disfrutar de la vida rural... ojalá. Había sido enviado desde la capital hasta allí, Faramontanos de la Sierra, para investigar el asesinato de una chica. El cuerpo fue encontrado por el panadero de la zona. Al llegar con su furgoneta vio el cuerpo desnudo de la joven al pie de unos arbustos en el camino de la entrada del pueblo. Por suerte no tocó nada, nadie tocó nada hasta que llegué yo. La Guardia Civil sí había acordonado la zona y sí había dado con los familiares de la chica, que estaban desolados.

     –¡El Silverio! ¡Ha sido el Silverio!– gritó alguien a mi llegada.

     El cuerpo conservaba aún algo de color y no presentaba golpes ni heridas. El cuerpo, claro, porque la parte de atrás de la cabeza tenía un agujero de bala, de escopeta seguramente, que dejaba ver parte del interior del cráneo. No había marcas de forcejeo ni en el cuello ni en las muñecas.

     –Parece ser que ha sido violada, inspector– me dijo uno de los guardias.
     –¿Violada? –me acerqué más, y en efecto, lo que parecía ser semen reseco salía de la vagina de la joven– Es curioso, no parece haber signos de forcejeo, ¿sería violación o consentido? También podría haber sido drogada, necesitaremos un análisis.
     –Eso podría llevar unos tres días, inspector.
     –Justo lo que necesito para recabar información en el pueblo. ¿Quién es el tal Silverio que han mencionado antes? Iré a verle.
     –Vive en una choza en las afueras del pueblo, por aquí le conocen como el loco.

     Choza era decir mucho, eran cuatro tablones colocados sobre el suelo. La zona olía a mierda, lo que me hizo suponer que allí dentro no había cuarto de baño y ni falta que le hacía a su ocupante. Estábamos en un alto, a unos 2 kilómetros del pueblo, el cual se podía divisar perfectamente. Llamé a lo que supuse que era la puerta y la abrió un tipo alto, delgado, algo estrábico, de aseo descuidado. Debido al calor, imaginé, sólo llevaba puesto un peto. Me invitó a pasar sin decir nada, sólo con un gesto. El interior de esa choza era tremebundo. El calor era asfixiante, había un camping gas que haría sus veces de cocina y un par de barriles llenos de agua. Un catre al fondo, que prácticamente estaba a mi lado, y se veían perfectamente manchas e insectos muertos. Una radio sobre una estantería y a su lado libros, varios libros y de temática variada. Alicia en el país de las maravillas de Carroll, Dune de Frank Herbert, un tratado de herbología, otro de biología, las Novelas Ejemplares de Cervantes, La isla del Tesoro de Stevenson, el Manifiesto del Partido Comunista de Marx y Engels, un libro sobre taxidermia y más, muchos más. Al menos sabía matar el tiempo. Me senté en una silla de mimbre frente a una mesa sucia.

     –¿Quieres tomar algo?– su voz sonó firme, pero en parte amable.
     –No, gracias– no me quería arriesgar a coger una infección.
     –Sé por qué está aquí, es por lo de esa chica. No fui yo.
     –De momento no es usted sospechoso, sólo estoy investigando. ¿Conocía a la víctima?
     –Los conozco a todos, esa es la Paramio. No le voy a decir que me da pena, porque no me da ninguna, ni ella, ni nadie del pueblo, podrían acabar todos así– y escupió en el suelo.
     –¿Tiene usted armas?
     –Una escopeta, pero la uso nada más que para cazar zorros y liebres, alguna perdiz para comer, poco más. Los disparos me asustan al ganado y eso se nota, ¿sabe? No dan la leche igual.
     –Respecto a lo que ha dicho antes... ¿qué problema tiene con los habitantes del pueblo? ¿o qué problema tienen ellos con usted?
     –Es más bien eso último. No vivo aquí, lejos, por placer, pero alguien tiene que vigilar desde arriba, y así no escucho sus canciones.
     –¿Qué canciones? ¿vigilar?
     –Sí, sí, todas las canciones que cantan esos niñatos. En invierno esto es pura paz, pero llegan todos en verano... “Silverio, Silverio, un ojo aquí, y el otro en el cementerio”, y vienen aquí a las afueras a beber y a corretear, y me asustan al ganado, y eso se nota, ¿sabe? Son maleducados, irrespetuosos, y pasa lo que pasa...
     –Pero y lo de vigilar ¿qué?
     –Ah... la naturaleza, sabe– entonces el ojo bizco se puso completamente negro y me miró con el ojo sano–:


Como el rojo sudando
sobre el negro y blanco,
no se queda nadie fuera
somos su sangre y tierra.


     Repitió esto varias veces. No diré que no me asusté, porque estaba prácticamente acojonado. Lo siguió repitiendo varias veces, con el ojo negro completamente, mientras se levantaba y me indicaba con señas que saliese de la casa. Por lo que sabía, tomaban a este hombre por loco, y eso podía ser el significado, lo quise achacar a eso, al calor del verano y a las malditas chicharras que vuelven loco a cualquiera con su cantar. Al salir eché un vistazo alrededor, no me fijé hasta entonces que el pueblo quedaba fuera del monte, donde había un frondoso bosque.

     De ese frondoso bosque salió una persona corriendo. No pude distinguir edad, pero sí sexo, era una chica. De vez en cuando echaba la mirada hacia atrás, como si mirase a un perseguidor que no aparecía. Corrí hacia ella. Vacas, unas cuantas vacas se iban a interponer en la carrera de la chica, también en mi camino, pero no en el de un perseguidor que no aparecía. El césped estaba húmedo y resbaladizo, pero hacía calor, había sol, y pese a todo estaba nublado. Las vacas no se inmutaban por la carrera de nadie. Vi a la chica a escasos metros, pero ella no me vio a mí. Se metió por debajo de una vaca, y otra, y otra, tal vez para ocultarse. La perdí. Me tiré al suelo y me llené de verdín. ¿Dónde estaba? Escuché un disparo. Vi a Silverio, a lo lejos, con la escopeta humeante. Me vio y se empezó a acercar, pero a medio camino se detuvo, se agachó y alzó lo que parecía ser una perdiz. Me puse de pie e intenté localizar a la chica, pero encontré algo más interesante: sangre en una vaca, y no es que estuviese herida, sino que alguien se había limpiado sangre en ella. Algo desconcertado, decidí volver al pueblo a hablar con los padres de la chica.

    Cuando llegué, la Guardia Civil estaba con ellos. La madre lloraba y el padre la abrazaba. Él no derramaba ni una lágrima, pero tenía el gesto torcido. Llevaría la procesión por dentro. Me acerqué para saludar y darles el pésame. Al darme la mano, noté que él la tenía pegajosa.

     –¿Puedo hablar con ustedes un momento?
     –No creo que sea buena idea– me dijo un Guardia Civil.
     –Sí, sí, no es molestia– contestó el padre–. Pase y siéntese. ¿Quiere tomar algo? ¿café? ¿agua?
     –Agua estará bien, gracias. ¿Saben dónde estuvo su hija esta última noche?
     –De fiesta suponemos, bebiendo, como todos– sólo contestaba el padre, la madre estaba como ida por el dolor–. ¿Ha hablado con Silverio? Seguro que ha sido ese hijo de puta. ¿y con los amigos de la niña? ¿saben ellos en que momento de la noche se separó? ¿cuándo y dónde pudo ir?

     Esa era la clave, los amigos, preguntar a sus amigos, pero ya lo haría mañana, ya había sido un día raro y duro, y no quería molestar más a la gente. Me alojé en una posada que no era tal, sino la casa de una señora del pueblo que vivía sola y solía acoger a la gente. La señora tenía un gato pardo con el que hablaba, pero quién era yo para juzgar la solitaria vida de una anciana. Me preparó una habitación de lo más rústico posible, con cabeza de ciervo colgando de la pared y todo. Me tumbé en la cama a pensar en lo de Silverio y los padres hasta que me quedé dormido. La luna brillaba demasiado detrás de las cortinas rojas de club de alterne que lloraban la habitación.

     Oí unos pasos cerca de mi cabeza, corriendo descalzos. No recordaba haber llegado hasta el bosque, pero allí estaba, o no. Vi correr a la chica otra vez. Esta vez ella sí me vio y corrió aún más rápido. Me levanté para seguirla, pero el padre de la chica muerta apareció y me dio un golpe en la espalda que volvió a tumbar. Estaba lleno de sangre. Silverio salió de entre los árboles y disparó al hombre en la cabeza. El ojo estrábico se le puso negro y me dijo:

     –Agáchate para llegar a ella. Agáchate pero no la salvarás. Te salvarás tú. Es lo que hace el río.

     Eché a correr detrás de la chica hasta que dejamos atrás el frondoso paisaje del bosque y salimos a campo abierto. Sabía dónde estaba. De un momento a otro eso se iba a llenar de vacas. La chica estaba algo lejos, pero la tenía localizada. Efectivamente, empezamos a esquivar vacas, ella miraba hacia mí de vez en cuando. Extrañado, miré hacia la que fue mi posición esa misma mañana, pero no me vi. Claro, ahora estaba allí. La chica se metió debajo de una vaca y desapareció. Me acerqué a la vaca y no había nadie, tampoco estaba la huella de sangre. Mis manos estaban limpias. Sonó un disparo y vi a Silverio de lejos. Lo malo es que el padre estaba a mi lado, con la cabeza abierta por detrás, tal y como la tenía su hija. Me fue a atacar y lo esquivé. Él dio con la mano en la vaca y la manchó de sangre. Yo me metí debajo.

     Aparecí en la habitación en la que me había acostado hace unas horas. El gato pardo estaba allí. En un cascabel que colgaba de su collar estaba grabado su nombre, Flint. Me miraba fijamente desde el suelo, cerca de la puerta. Yo no me movía de la cama. Nos quedamos un rato así. De vez en cuando el minino abría la boca para maullar, pero no emitía ningún sonido. Me levanté y me acerqué. Flint no se inmutó. Le empecé a acariciar y vi que algo raro estaba sucediendo. Estaba disecado. Miré hacia la cama y estaba la chica, la misma que perseguía, que resultó ser la chica asesinada. Irreconocible con ropa y sin ningún agujero en la cabeza.

     Me despertó la señora que me había acogido gritando. Anunciaba que ya estaba el desayuno. Me tomé el café agradecido mientras pensaba en el extraño sueño que tuve anoche.

     –¿Sabe si estarán despiertos ya los jóvenes del pueblo? Quiero hablar con ellos.
     –No creo, deles un par de horas. Aproveche y dé un paseo por el pueblo, hombre.
     –¿Flint está bien?– pregunté por curiosidad.
     –Sí, supongo. ¿Le ha molestado esta noche?
     –No, no, todo bien, tranquilícese. Gracias por todo.

     Salí de allí dirección a la plaza del pueblo, al lado de la iglesia. Aún era pronto, sin embargo, ya había algunos jóvenes por la calle. Pensé que después de lo ocurrido no tendrían muchas ganas de fiesta. Una chica rubia se me quedó mirando. Sacó un cigarro liado y se puso a fumar. No sabía si era mayor de edad. Se me acercó. Cuando ya estaba cerca pude comprobar por el olor que no se trataba de un cigarro.

     –¿Es el poli?
     –El mismo. ¿Conocías a la chica?
     –Algo. Me llamo Alicia.
     –¿Estabas con ella la noche que pasó?
     –Al principio sí, luego... –se quedó callada un tiempo que se me hizo eterno. El humo del porro no ayudaba al ritmo.
     –¿Qué? ¿se fue? ¿estabais con alguien más?
     –Estábamos todos los del pueblo, más o menos. Ella desapareció unos cinco minutos con un chico, pero volvió. Nada grave, ya sabes, se liarían y ya está. Aún no iba borracha. Supongo que por eso volvió tan pronto, se daría cuenta de lo feo que era el chico. Entonces ya sí, empezamos a beber a saco. Yo no estaba todo el rato con ella, pero sí en el mismo grupo. Un chico, Carlos, sacó una baraja de cartas y propuso jugar al strip-póker. Yo pasé, pero ella dijo que sí. Es raro, nunca la había visto así. Se me estaba haciendo tarde, porque al día siguiente madrugaba para ayudar a mi abuela, así que me fui.
     –¿Dónde puedo encontrar al tal Carlos?
     –Vive al final de esta calle, pero si no está en casa, estará en una cabaña que tiene más abajo, ya en el río. Si va allí, verá sus mariposas con forma de corazón.
     –¿Mariposas?
     –Se me hace tarde, tengo que irme.

     Mariposas con forma de corazón. Sería que el chico criaba insectos o algo así. Al bajar hacia la casa del muchacho, vi al padre de la chica asesinada entrar en la casa donde había dormido, la de la señora y el gato pardo, Flint. También me di cuenta de que en el pueblo poca gente parecía afectada por la muerte de la chica, salvo los padres, los demás seguían con su vida. El pueblo no era muy grande, lo mismo no cabía ni la tristeza allí. Por eso, en un par de pasos llegué a la última casa, justo cuando un chico joven salía.

     –¡Eh! ¿eres Carlos? –pregunté acercándome.

     No me contestó, me hizo un gesto con la cabeza como para que le siguiera. No hablamos en todo el camino. No sé por qué, porque tenía preguntas que hacerle, pero él simplemente actuaba como si supiera lo que iba a pasar, como si esperase encontrarme allí, en la puerta de su casa. Llegamos a la cabaña. Era una choza parecida a la de Silverio, sólo que ésta no servía para vivir, sino más bien como un almacén, tenía electricidad y todo. Entramos y, sin decirme nada, sacó unos tarros de cristal. En cada tarro había un nombre escrito. Cogió uno en el que ponía Kyle y me lo enseñó. Dentro había una mariposa roja con las alas abiertas. Tenía forma de corazón.

     –¿Cómo lo haces?
     –Con unas tijeras. Corto sus alas para que tengan esta forma.
     –Vaya –sabía que eso que me estaba contando era una atrocidad, pero tenía otro tema pendiente–. ¿A la chica le gustaban tus mariposas?
     –Psé, vaya estrecha –dijo con asco–. Pero yo no la maté.
     –Nadie ha dicho que lo hicieses. ¿Qué pasó mientras jugabais a las cartas?
     –Psé, logré que se quitara las zapatillas y la camiseta. Luego la llamaron al móvil y se fue corriendo.
     –¿Quién la llamó?
     –No sé, creo que dijo “ya voy, papá”, pero no estoy seguro. Habíamos bebido. Ella iba bastante borracha para lo poco que bebió, pero cuando la llamaron cambió por completo.
     –¿Cómo organizáis lo de la bebida? ¿cada uno tiene lo suyo? ¿se comparte?  
     –Se comparte, se compra entre unos cuantos y luego lo guardo yo aquí, en la cabaña, que tengo un congelador. Ella bebe con su amiga Alicia. Un momento... –se le iluminó la cara– ¿cree que le pusieron algo en la bebida?
     –Es posible. ¿Quién más entra aquí? ¿tú? ¿tu familia?
     –Sólo mi tío de vez en cuando, pero no suele tocar nada. Nada de lo mío. Él también guarda aquí algunos aperos y tal.
     –¿Quién es tu tío?
     –Pffff... –bufó con un poco de vergüenza–, Silverio.

     Cuando dijo el nombre, el tarro de Kyle se le resbaló y cayó al suelo. Con dificultad, la mariposa salió volando por un ventanuco que había en la cabaña. El calor estival era asfixiante en ese pueblo, y el padre de la chica me debía una explicación, o más de una.