domingo, 23 de febrero de 2020

Ext. Noche


     Hablar mucho. Luchar poco. Es lo mío. Era lo mío. Sería el momento perfecto para encenderse un último cigarrillo, pero no fumaba. Aun así el vaho producido por el frío hacía el intento y me sentí como un niño que lo expulsa por la boca haciendo que fuma. Al fin y al cabo yo también era un niño de esos que se enfadan si no consiguen lo que quieren. Pero no fumaba. 56 metros, miré hacia abajo y luciérnagas de metal se movían por el frío asfalto. Seguía mirando y había farolas. Subí la mirada y apenas había estrellas en el cielo porque las estrellas de ciudad se las comen, y entonces entendí a Salinas, si tan solo pudiese elegir la dirección... Más alto que nosotros solo el cielo. Y ahí estaba yo, en un sándwich de estrellas, y ni siquiera estaba solo. En esta azotea había mucha gente, con sus copas, sus cigarros, sus risas y su frío. Y también estaba ella, quieta, con sus seis metros y medio de altura, pero tú eres más grande; de bronce, pero tú eres oro.

     Y ya no sé, o no sabía, a estas alturas de mi vida, del edificio y de la película qué es lo que echaba de menos, o a quién. A ti, a ella, a la compañía. Poner roja una cara a besos y un culo blanco. Una espalda mojada y un cuerpo hecho de mar. Bocados, hablar, reírnos, morder, besar, el calor, el olor a verano, el olor a vainilla y a coco, la piel entre los dientes. Pero no lo sabía. Cuesta acostumbrarse a que en este mundo las personas se pierdan unas a otras. Cuando era pequeño leí un libro de un niño que hablaba con una estatua del Retiro, creo que la de Pío Baroja. ¿Y a qué viene esto? Porque la estatua que tenía al lado me habló, o eso creí, y me dijo “πάθος”.

     Sufrimiento existencial, pero también pasión o desenfreno pasional. O mejor, emoción que se siente al contemplar una obra de arte cargada de ese mismo sentimiento, pero qué cutre y manido es llamar a una persona “arte”, que no soy, ni era, un escritorzuelo de Instagram o Twitter, o sí. Estado del alma, tristeza, pasión... Echar de menos algo que no se conoce. ¿Y si era eso? ¿Y si solo echo de menos la próxima ausencia que me haga escribir? ¿que me haga seguir adelante? Para mí una ausencia es el sitio favorito desde el que saltar a la tristeza.

     Y me acordé de Dead in the water de Noel Gallagher. Si tuviese fotografías de lo que quisiera ver, si tan solo lo tuviese tan claro, tal vez me parecería divertido. Si tan solo mi próximo destino fuese la tierra prometida. Crash. Morir en las olas de ciudad, flotar en la polución. No descansar mientras el amor esté tendido sobre la niebla de contaminación. Sobre las partículas húmedas de la niebla que estaba trayendo un prematuro amanecer. Con tanta pregunta solo trataba de cerrar el agujero en mi cabeza por donde la lluvia se colaba.

     Podía parecer que me estaba suicidando, que el último párrafo era la caída acuosa, brumosa, lacrimal e infinita. Pero estoy revisionando Californication, y sí, estaba al borde del abismo de cemento, pero una mano, no la suya, me agarró. Estaba preocupada, yo un poco también.

     –Gracias –me dijo.
     –¿No debería decirlo yo? Ya sabes, por impedirme saltar.
     –Si lo hubieses hecho habrías jodido la fiesta. Gracias. ¿Un cigarro?
     –No veo por qué no. ¿Cómo te llamas?
     –¿Acaso importa?
     –Nunca importa.

     Tan extraña como dolorosa, solo otra historia sobre soledad.



domingo, 9 de febrero de 2020

Jurassic Park


     No hacía un buen día, pero tampoco llovía. Algo nublado pero con el sol saliendo de vez en cuando, como para recordarnos que sigue ahí, no sé, tonterías. Cogí el libro que estaba leyendo, debería leer menos en una pantalla y más en un papel. Es un libro de esos que seguramente en los 80 o en los 90 hubiesen hecho alguna adaptación cinematográfica que no tuviese nada que ver, con unos jóvenes haciendo cosas en NY, pero que como película no estaba mal y que podríamos ver juntos... Ah, que ya la has visto... bueno, podemos verla otra vez. Le puse trabas a la respiración con una bufanda y me fui al parque a leer. Al principio me dio miedo, ya sabes, eso de que te vas a sentar y seguro que el banco está frío, pero aún así lo haces, porque claro, no me iba a quedar leyendo de pie...

     Llevaba dos páginas cuando salió el sol. Cerré un momento el libro e hice la fotosíntesis. Unos minutos después había niños en los columpios, gente con ropa de colores corriendo, gente con menos colores paseando, y él. En el banco de enfrente, a unos pocos metros, se sentó un hombre mayor. Con pantalones de pana marrones y un abrigo azul marino. Llevaba en la mano unas flores amarillas. Me miró, le miré, sonreí y volví al libro. Levantaba la vista de vez en cuando y ahí seguía, con sus flores, esperando, pero no pasaba nada. Sonreía pero esta vez solo. Respiraba y transmitía paz. Se le arrugaba más la cara y veía que había vivido mucho, y no por los años. Al cabo de un rato se levantó y se fue. Me fui.

     Hacía mejor día, con el sol de febrero jugando a “estoy aquí pero no caliento mucho”. Cogí el mismo libro que el otro día, aunque ya me quedaba poco. Pensé que leer en un parque no tiene edad, y que seguía siendo joven. Le puse trabas a tocarte y me puse guantes. El banco del otro día estaba ocupado por unas señoras mayores que habían salido al fresco, como se dice, y que estaban hablando de sus mierdas. Me fui al banco de enfrente. Leí más bien poco y llegó él. Pantalones de pana marrones y abrigo verde oliva. Llevaba en la mano unas flores moradas. Le miré, me miró. Se sentó y me dio igual, claro, el banco es de todos.

     –La vida, eh... –me dijo.
     –Un día más, un día más.

     Resopló, bajó la mirada y sonrió. Y vaya, con tanto silencio creo que me contó algo. No sé si estaba esperando a alguien que no iba a llegar. Tal vez tenía alzheimer y estaba desorientado en su rutina del parque, tal vez paseaba las flores, son más limpias que un perro, huelen mejor... ¿Estaba triste? ¿Era un hombre feliz? Terminé el libro y me fui. Pasé por delante de las señoras, estaban hablando del tipo, pero no escuché.

     Volvía a estar nublado, pero estaba con un libro que iba sobre un hombre que quiere volver, pero no puede. Y hay quien le ayuda, y hay quien se lo impide, pero yo creo que lo peor es no saber si hay alguien que de verdad quiera que vuelva, aunque en el libro sí lo hay, después de tantos años... Le puse trabas a los sueños y me puse los auriculares con esa canción de Sidecars que era tan larga. No hacía sol pero las señoras mayores volvían a estar en el banco, muy abrigadas y hablando de a saber qué. Una se echó para atrás y se manchó con una mierda de pájaro. Me senté en el banco de enfrente mientras la señora vociferaba que ese abrigo granate se lo había regalado su nuera, y que vaya tristeza. Saqué el libro. Pantalones de pana marrones y abrigo azul marino se sentó a mi lado. Nunca he dicho de qué color tiene los ojos porque apenas se le ven, pero llevaba en la mano unas flores blancas.

     –Cómo pasa el tiempo, eh... –me dijo.
     –Igual que ayer, igual que siempre.

     ¿Y para quién eran las flores? Yo me iba antes, no sé si llegaba alguien después, el primer día no lo hizo, desde luego. Si era así, llegaba tarde a la vida de ese señor, o tal vez el señor llegaba pronto. Empezó a oler a humedad y se puso a llover, como siempre en la vida de la gente que va al parque sola. Las señoras gritaron y se fueron. Yo me puse de pie y me fui antes de que todo se llenase de barro. La gente de colores corría más rápido y pantalones de pana marrones se quedó en el banco, pero se puso una boina. Resopló, me sonrió y me vio irme, como habría visto irse a muchas personas de su vida.

     El sol me llamó cobarde por no querer salir, y como no podía partirle la cara, cogí el libro del tipo que estaba deseando volver pero no podía (estaba a punto de terminarlo), le puse trabas al pecho poniéndome mi abrigo favorito, y salí. Quedaban aún un par de semanas para primavera, pero ya se olía. Señoras mayores invaden bancos. Parejas de ancianos pasean en tropel y los corredores de colores hacen más ejercicio esquivando que corriendo como tal. Ahí estaba, pantalones de pana marrones y una cazadora negra. Llevaba en la mano unas flores amarillas, moradas y blancas. ¿Qué edad tendría? Pasaba de los ochenta años, seguro. Y aguantaba el frío de la madera húmeda en el culo. Y yo no iba todos los días, pero a lo mejor él sí. Se sentó.

     –¿A quién espera? –pregunté por fin.

     Me miró y sonrió. Se le cerraron más los ojos y resopló. Solo asintió y no dijo nada. Seguí leyendo y terminé el libro. No sé si habían pasado 20 minutos o 2 horas. Lo entendí. Le miré, le sonreí y me fui. Iba pensando, no está ahí para esperar a alguien que sabe que no va a llegar, está ahí para decir adiós a alguien que ya se ha ido. Y qué bien, ¿no?