Una vez todos duchados, cenamos algo simple, salchichas, ensalada, filetes, no sé, no lo recuerdo, pero seguro que no era sano. Y por supuesto, muchas patatas fritas. Yo no tenía ni idea de cocinar, así que estaba en el equipo patatas, pelar, cortar, esperar a que se friesen... la mili vacacional. Después de cenar, mientras la TV emitía películas o series de mierda (la programación en verano es basura desde que se fue el Grand Prix), bebíamos. La mayoría bebía ron, yo también, claro, pero puede que esa noche Mario, Javi y yo comprásemos ginebra, no sé, eran tantos días seguidos... Jugábamos a juegos de cartas para beber hasta llegar al punto perfecto, aunque a veces la “operación: tormenta del desierto” dejaba algunos caídos en combate. Nos preparábamos y salíamos. Siempre había que esperar a Yñarritu, que era el que más tardaba.
Fuimos por el paseo marítimo a tomar algo más. Esta gente encontró a unos italianos y se pusieron a hablar de fútbol y de chicas o yo qué sé. Yo tenía las alas cortadas, maldita la hora en que me las corté. Javi y yo éramos los únicos con novia, así que mientras nuestros amigos intentaban ligar, él y yo nos unimos a una despedida de soltera que había en una terraza. Le echamos un poco de cara, pero nos invitaron a vino y a tarta. Tuvimos que cantar algo de La quinta estación, creo, o tal vez Il Divo, o ambas. Fue divertido. Siempre se nos ha dado bien relacionarnos con mujeres más maduras, y no tenéis que pensar mal. O sí. Rápido levantamos el vuelo y nos reunimos con los demás.
-¿Red Dog? -preguntó alguien, seguramente yo.
-Tío, ¿otra vez? -se quejaría otro.
-Por mí, sí -me apoyaría otro alguien.
No debatimos mucho y fuimos allí. Volvimos por la “zona guiri”, que a esa hora ya no huele a dulce ni hay familias. A las 2:00 de la madrugada huele a alcohol, vómito, pis... y está llena de borrachos, algunos en el suelo, otros dando patadas a las papeleras, meando entre los coches, follando en los portales... Benidorm. Las luces de los locales se reflejaban en el pelo brillante lleno de gomina y en las gafas de sol que alguien se pone para salir.
El Red Dog suele ser gratis, como mucho te cobran una consumición para entrar, pero bueno, estaba la oferta de dos Budweiser por 4 euros. A veces me sentaban bien, a veces mal. Ese sitio era el mejor antro del mundo. La música era actual, tenía una pista de baile bastante decente y hasta una barra de strippers en un lado. De vez en cuando soltaban el chorro de vapor ese que huele bien. En los baños puedes comprar cepillos de dientes, condones, tangas y pastillas para la impotencia, en cuyo envoltorio pone (no las compré, lo vi en la máquina): “tomar dos para mejor efecto”, y más adelante “por razones médicas no es recomendable tomar más de una”. O follas y te mueres o te mueres por no follar. En el Red Dog la clientela es muy variada, pero sobre todo hay chicas guiris, y pocos chicos. Nosotros tampoco nos explicábamos cuál era el motivo. Había también alguna madura pesada, pero le das un nombre falso, como James, y listo. Si estuviesen buenas, les darías el de verdad. Maldita la hora en el que tuve nombre. Lo mejor, a las 3:15 show porno en directo. Sí, porno, no erótico de esos que salen un par de gogós y ya. Había dos, el primero, al que ya no llegábamos (al menos ese día), que cuenta con la participación del público, muy gracioso, y el segundo en el que salen un chico y una chica y le dan al tema en tu puta cara.
A la hora señalada se para la música y se abre espacio en la pista. Los actores cambian el número, ese año fue sobre todo el típico del policía y tal, pero el primero que fui había un vampiro y una doncella a la que le chupaban... la sangre. El asunto es que Samantha Pink empieza de rodilas frente al calvo, y con calvo me refiero al actor, que lo era, y lo seguirá siendo, imagino. Iban probando varias posturas, y mientras el calvo taladraba a cuatro patas a Samantha, el Dj lo comentaba desde la cabina. “Fucking doggy style”, y fue la chispa que faltó para hacer explotar la noche. Nos pusimos delante de ellos y gritar “¡Fucking doggy style!”. El actor nos miró, sin quitarse las gafas de sol y se reía mientras sacaba la lengua y empujaba a la chica, que también miraba y sonreía. Y todos, Budweiser en mano, nos mirábamos y sonreíamos también. Y mientras puede que me estuviesen llegando whatsapps de la que por aquel entonces era mi novia (creo que ya he dicho lo de “maldita la hora”), pero me daba igual, ya la contestaría mañana, u ojalá que nunca.
Y terminado el show, algunos, los más ca(n)sados, nos fuimos al apartamento mientras los otros seguían de fiesta. Javi y yo volvíamos hablando, a través del olor a sordidez, no sabíamos si estaba en la calle o en nuestra ropa. De lo que hablamos algunas noches se podrían escribir muchas cosas, pero entonces se perdería la magia de los veranos. Subimos en el lento ascensor hasta la planta 24. Mientras Javi meaba, me asomé a la terraza. De noche el mar no se veía, pero sabías que estaba ahí porque una imagen plateada, difusa, se reflejaba en algo líquido. Del peñón no había ni rastro. Entonces observé, y vi otro mar. Uno de luces de neón, justo en las calles de abajo. Primando el rojo sobre otros. El rojo pasión que te dice que mientras unos han ligado y están follando, independientemente de los tamaños de las personas, tú vas a mear, a quitarte la ropa y a meterte en la cama mientras uno de tus mejores amigos ha hecho lo mismo y está en la cama de al lado. Antes de dormir sueltas un par de palabras.
-Puto Red Dog, tío.
-Ya ves. ¿Y el Pretty Woman?
-Cerrado, tronco -dije yo -, cerrado. Maldita la hora.