–Si me das la espalda, te la daré
yo también a ti, pensando que al otro lado del mundo está tu
mirada.
–¿Y no piensas que si te la doy es por algo?
–Claro, tú también quieres ver mis ojos a lo lejos.
–Con suerte un sol me deja ciega.
–Con suerte los soles que yo vea son tus ojos.
–Con suerte alguien levanta un muro entre medias.
–Con suerte lo levanta detrás de mi.
–Con suerte te podrías morir. Te odio tanto.
–Con suerte lo hago si me sigues dejando.
–Con suerte te vas.
Y se fue. Y ella se quedó esperando una respuesta que no
llegó. No se giró, sino que echó a caminar hacia delante, porque
le echaba de menos y esperaba encontrárselo de frente. Un sol la
dejó ciega. Al no ver, se dio un fuerte golpe con un muro. Se cayó.
Sintió una mano agarrar la suya. Se levantó y se dejó llevar.
–¿Qué...?
–Tranquila, soy yo.
–¿No te habías ido?
–¿De tu lado? Nunca, jamás.
–¿Y qué pasó?
–Que me dejaste y me morí.
–¿Y yo?
–También.
En un verde prado hay una pareja.
–Mira esa nube, parecen dos personas de la mano.
–Tienes razón, qué curioso. Allá van, caminando por el
cielo.
–Así no se chocan con nada –y se rió.
–Pero están muy cerca del sol.
Me mata.
Me mata la herida que me hiciste.
Me mata el que no se vaya.
Me mata porque aún existes.
Me mata.
Me mata acordarme de nosotros.
Me mata ver que el tiempo pasa.
Me mata tanto que apenas lo noto.
Me mata el amor.
Sabes que...
Mil tormentas no se llevarán el dolor.
Da igual cuánta lluvia caiga alrededor.
Es como un rayo cayendo en mi corazón.
Sabes que...
Una guerra enfermiza se libra en mi interior.
Una bomba que explota y la rabia ganó.
Es como si te murieses y me muriese yo.
Me mata.
Me mata ver todo lo que has cambiado.
Me mata que olvidases lo que significabas.
Me mata que te hayas alejado.
Me mata.
Me mata ver cómo regalas tus besos.
Me mata verte con otro y me desarmas.
Me mata saber que no soy ni un recuerdo.
Me mata el amor.
Sabes que...
Mil tormentas no se llevarán el dolor.
Da igual cuánta lluvia caiga alrededor.
Es como un rayo cayendo en mi corazón.
Sabes que...
Una guerra enfermiza se libra en mi interior.
Una bomba que explota y la rabia ganó.
Es como si te murieses y me muriese yo.
Sabes que...
Hasta el cielo es un infierno por el dolor.
Da igual cuántas veces me saque el corazón.
Es como una noche eterna, no recuerdo el sol.
Sabes que...
En esta batalla no gana el amor.
Vuelan las balas silbando tu canción.
Es como si no me quisieras, pero yo...
Tenía tantos años como arrugas en la
piel. Era mayor, sí, pero si le mirabas la cara, justo encima de las
bolsas de sus ojos veías una mirada joven, oscura y radiante. Ojos
que se cerraban de vez en cuando en siestas interminables en su
sillón favorito. Pero ese día no había siesta, ese día tocaba
cuidar a su nieto en quien reconocía la misma mirada que tenía él.
Habían terminado de comer mientras veían “los dibujos amarillos
esos” que decía el abuelo. Después, en su sillón, el anciano se
lamía los labios secos y blanquecinos mientras el nieto correteaba.
–Abuelo –dijo el niño sentándose en un brazo del
sillón– ¿cómo conociste a la abuela?
–Espera un momento...
Se levantó y cogió del aparador un viejo álbum de fotos.
Volvió a su sitio y lo abrió. Allí estaba ella. Su mujer murió
hace dos años, pero a esa edad ya no la echaba tanto de menos porque
sabía que estaba más cerca de verla que lejos. Estaba guapa incluso
en blanco y negro.
–La conocí antes de la guerra, vivíamos en la misma calle
e íbamos al mismo colegio de pequeños, pero de esa época no tengo
fotos. Mira... aquí, fuimos con otros amigos del barrio de
vacaciones a Nerja. Todavía no era mi novia, pero yo ya la conocía.
Era la más guapa de todas. Recuerdo que todos los chicos de la
pandilla estaban coladitos por ella, y era normal. Tenía unos ojos
que no tenían nada que envidiar al mar o al cielo. ¡Y mira, mira
qué cuerpo! No mires así, eran los bañadores que se llevaban en la
época. Al volver a Madrid le pedí una cita.
–¿Y dónde fuisteis?
–A ningún sitio especial, eso era lo de menos, lo
importante es que estaba con ella. Mira qué rubia era. Y con el sol,
mucho más. No la quise llevar al Parque del Retiro porque las flores
se iban a poner celosas de su olor. Nos sentamos a tomar unos
refrescos en una terraza. Era muy graciosa, tenía una risa cantarina
que sonaba mejor que una pieza de música clásica, me podría morir
recordando esa melodía; y no era para nada tímida, ya ella me cogía
de la mano... ¡y qué mano! Era más suave que una nube.
–¿Estabais muy enamorados, abuelo?
–Mucho, mucho. Yo casi todos los días le regalaba una rosa
y una carta, ella las tenía guardadas todas. Me acuerdo de muchas.
Ella me contestaba, creo que tengo algún recorte de carta por
aquí... sí, mira.
No sé si es miedo o
esperanza
lo que tengo cada
noche,
al girarme y sentir un
roce,
y que aparezcas en mi
cama.
Claro, en esa época estaba muy mal visto dormir juntos si
aún no estabas casado...
–¿Y entonces os casasteis?
–Bueno, pasaron muchas cosas entre medias, pero sí, me
casé con tu abuela.
El niño más o menos quedó satisfecho y se fue a seguir
jugando. Al abuelo le empezaron a temblar las manos y se le
humedecieron los ojos. Volvió a ver la foto del grupo en la playa.
El amor de su vida se fue siendo joven, no dio tiempo a que el rubio
se volviese blanco, ni a que las nubes de su piel creasen
tormentas... nada. Un coche se la arrebató, pero la vida siguió.
–Sí, me casé con tu abuela, que era la mejor amiga de mi
rubia... –susurró mientras cerraba el álbum.