miércoles, 25 de octubre de 2017

De dentro

Bajo toda esa capa salada
me sabes a futuro y a tristeza,
a todas esas huellas por la arena,
a la sangre de tus hadas.

Y es que al final va a explotar,
aquí todos mis dominios,
todo lo es y ha sido mío,
queriendo gritar por la libertad.

Porque de nada me sirve parar el tiempo
si es constante tanto silencio,
pocas palabras, muchas heridas,
mucho dolor para tan poca vida.

Bajo esta noche estrellada
siento lejos tus ojos y tus manos,
nuestras historias sobre teatros,
perdidas entre tanta calada.

Y es que al final sale de dentro,
aquí en todo este campo,
todo lo que tengo es lo que valgo,
queriendo llorar por ningún muerto.

Porque de nada me sirve cambiar el espacio
si eres constante entre tanto fallo,
pocas caricias, muchos golpes,
mucho aire para tan poco roce.

Yo te haré volar, no hagas caso,
a veces está bien volver atrás.
Poetas de barro que suelen arrancar
las páginas de un diario
pero las vuelven a pegar,
primero con sus labios,
con lágrimas al acabar.
Pues yo contigo, entre tus líos,
seré un guardián de tus delirios,
y de tus vicios el principal,
así que deja atrás esas cadenas,
toda esa pena, y vamos a saltar,
que ahí fuera se mueren de ganas
de vernos triunfar.


jueves, 12 de octubre de 2017

Pueblo [2]

     Salí de allí dejando al muchacho con sus pensamientos y su vergüenza. Corrí hacia la casa de la chica para ver a su padre. Alicia seguía por allí pese a que me había dicho que tenía prisa. Buena forma de librarse de mí, supuse. Cuando llegué, el padre me estaba esperando en la puerta.

     –Venga conmigo.
     –Antes quiero hacerle unas preguntas.
     –Por eso quiera que venga conmigo. Responderé a todas.

     Caminamos hacia el bosque, fue un paseo más silencioso de lo que me hubiera gustado. Sólo se escuchaba el calor haciendo sudar a unos pájaros. Tenía ganas de llegar sólo para ponerme a la sombra de un maldito árbol y que ese hombre hablara, que me dijese por qué llamó a su hija, por qué me mintió, qué hacía en mi sueño y qué coño pasaba en ese pueblo. Pasamos por la choza de Silverio, y tan pronto como pasamos, la dejamos atrás para internarnos en el bosque. Tenía mucha sed, tanta que hubiese bebido del bidón del estrábico.

     –¿Qué pasa? –pregunté cuando nos detuvimos.
     –Ya hemos llegado. Ahora hay que esperar.
     –¿A qué? Mientras esperamos contésteme... ¿por qué llamó a su hija?
     –Para salvarla. Si ese chico la hubiese tocado un pelo... ya no la querrían, no. Menos mal que su amiga me avisó.
     –¿Su amiga? ¿Alicia? ¿Salvarla de qué?
     –De la vida que hubiese llevado. Ellos las quieren puras.
     –¿Quiénes son ellos?

     Escuchamos un ruido cerca de nosotros. Siendo un bosque podía ser cualquier cosa. Los dos miramos hacia la misma dirección. Mientras él empezó a sonreír de una manera macabra, yo agarré lentamente mi pistola. Volvió a crujir algo, cada vez más cerca. Puede ser un animal, o el propio Silverio, pensé. El padre de la chica se acercaba al lugar de donde venían los ruidos. Una gota de sudor me resbaló por la nariz y cayó justo a la vez que Flint salió de entre los árboles. Puto gato. Sentí alivio y mi acompañante decepción.

     –Empieza a contestar a las preguntas.
     –Yo... –empezó a decir, pero entonces se nubló el cielo. Tanto que parecía casi de noche. La humedad se volvió fría. Volví a sujetar la pistola –. Ahí vienen.

     Flint volvió al lugar, pero esta vez en brazos de su dueña. Con ella vino más gente, pero estaba encapuchada. El padre de la chica se sentó. Flint dio un salto desde los brazos de su dueña y me miró.

     –Vete del pueblo –me dijo.
     –¿Me está hablando un gato?
     –¿Acaso me has visto mover la boca?
     –¿Qué cojones?
     –Tú, puedes irte –le dijo al padre de la chica. Pero es verdad, no movía su boca de gato, era como telepatía–. Has cumplido. Gracias por tu hija.
     –¿Qué está pasando aquí?

     El gato echó a andar. Le seguí, y fui el único, los encapuchados se quedaron quietos. Flint me llevó otra vez fuera del bosque. Aunque se veía con más claridad, seguía nublado y las vacas pastaban tranquilamente. Escuchamos un disparo. Flint se giró y el cascabel de su collar sonó. Corrió, y yo detrás de él. Las vacas no se inmutaban cuando pasábamos a su lado. El felino las iba esquivando a todas, y yo detrás de él. De repente, se metió por debajo de una de ellas, y la reconocí, tenía una huella de sangre. Me metí debajo yo también y aparecí en la habitación de la casa de la anciana.

     –¿Qué te parece Alicia? En vez del conejo, puede que siga al gato.
     –¿Me vas a decir qué cojones está pasando en este pueblo?

     Se quedó quieto. Fuera se escuchaban truenos, o disparos. No sabía muy bien si fuera de la habitación o fuera de donde estuviese. No me atreví a mover las cortinas para observar. Flint me miraba, y a continuación miraba a un enchufe, después otra vez a mí.

     –Hay cierta belleza en la energía cósmica que exige la tierra para vivir. Hay pureza, y una raíz siempre es más que eso. Al fin y al cabo nunca vemos lo que son ni lo que hacen.
     –¿Qué dices? –y sonó otro estruendo.
     –Parece mentira que al final por el aleteo de una mariposa se vaya a desmoronar todo, pero así funciona todo.

     Al lado de Flint apareció Carlos.

     –Ya viene –dijo al gato–. Lo siento.

     Sonó otro estruendo y me caí. Supuse que había muerto porque no escuchaba nada. La habitación desapareció, y con ella Flint y Carlos. Sólo veía mariposas azules con las alas rotas.

     –¡Corre, joder, corre!
     –¿Eh? –dije medio despertándome con tanto trote. Alguien me estaba llevando en brazos y yo estaba cubierto de sangre. Me habían disparado en un hombre.
     –Te bajo y corres, sigue corriendo.

     Era Silverio. Me puso en el suelo. Él se quedó quieto, apuntando con su escopeta a los árboles que habíamos dejado atrás. Empezó a emerger una figura de allí, pero él disparó.

     –¡Corre! ¡Y no vuelvas! ¡Vete!
     –Pero... ¿qué?
     –¡Joder! Siento que hayas visto esto –paró para disparar otra vez–, nunca cometen errores, pero esta vez... sabía yo que ese mequetrefe no iba a poder... ¡corre!

     Corrí a la vez que sonó otro disparo.                                        

domingo, 24 de septiembre de 2017

El cambiacapas

Estimados pocos lectores:
Que actualice poco no significa que no escriba. Estoy escribiendo un libro cuyo nombre es Canciones difíciles de escuchar, y es una recopilación de canciones sin música, de versos que duelen como agujas y que llevo desarrollando ya unos cuantos meses. Voy lento porque quiero estar contento con todo, y no quería subir nada de ese libro al blog para que fuese totalmente nuevo, pero supongo que un breve adelanto no nos hará mal a ninguno, ni a mí, que aquí lo dejo, ni a ti, que tendrás la (buena/mala) suerte de leerlo. 

Me perdono por las noches en casa
mientras se quemaba Malasaña
y yo haciendo que sé escribir.
Me perdono por todas las palabras
que trafico como si fueran hadas
pero quedándome las que son para ti.

Me perdono por todos los viajes,
sin saber lo que duelen los baches
que me da cada mapa lejos de tu vera.
Me perdono por no saber tratarte
como se merecen las rosas que aparte
se desnudan matando a la primavera.

Me perdono por despertar en la rutina
que empezó a construir la ruina
que no supe ver en tu gesto torcido.
Me perdono por si he matado a tu risa
con mis asuntos de ventana y cornisa
pero es que sólo me salvan tus oídos.

Me perdono por todos los regalos
que se quedaron sin lazo
y que usé para abrocharme la cabeza.
Me perdono por no bailar en tus zapatos
si yo reía y tú estabas gritando,
pero es que esa canción era pura mierda.

Me perdono por toda la indecencia,
por lo indebido y lo que me rodea,
fotos, canciones, poemas sin destinatario.
Me perdono por tener esta guerra,
y que la paz me viene sin merecerla,
supongo que sé jugar a ser Dios y el Diablo.

Me perdono por todo lo que he llorado
hasta inundar este cuarto,
pero es que he aprendido a nadar.
Me perdono por haber “mal querido”
pero por eso mismo me permito
hacerlo todo mal una vez más.


domingo, 27 de agosto de 2017

Pueblo [1]

     No era un gran pueblo, apenas tenía 20 habitantes en invierno, pero esa cifra se multiplicaba al llegar el verano. Parecía que el canto que la chicharra atraía a la gente, joven sobre todo, hijos y nietos de los que pasaban allí todo el año. ¿Y a quién le iba a molestar eso? Llenaban de vida la calle, de risas, de gritos, de algún que otro jaleo, de fiestas... pero ¿qué se le va a hacer? Son jóvenes. Todos se conocían allí. Sabían dónde vivía uno, dónde pasaba la noche el otro, quién le gustaba a quién, de quién era hijo o hija algún crío. La vida del pueblo, con sus vacas, sus cerdos, sus insectos, su iglesia en la plaza, su pilón.

     Sin embargo, el motivo de mi presencia allí no era relajarme y disfrutar de la vida rural... ojalá. Había sido enviado desde la capital hasta allí, Faramontanos de la Sierra, para investigar el asesinato de una chica. El cuerpo fue encontrado por el panadero de la zona. Al llegar con su furgoneta vio el cuerpo desnudo de la joven al pie de unos arbustos en el camino de la entrada del pueblo. Por suerte no tocó nada, nadie tocó nada hasta que llegué yo. La Guardia Civil sí había acordonado la zona y sí había dado con los familiares de la chica, que estaban desolados.

     –¡El Silverio! ¡Ha sido el Silverio!– gritó alguien a mi llegada.

     El cuerpo conservaba aún algo de color y no presentaba golpes ni heridas. El cuerpo, claro, porque la parte de atrás de la cabeza tenía un agujero de bala, de escopeta seguramente, que dejaba ver parte del interior del cráneo. No había marcas de forcejeo ni en el cuello ni en las muñecas.

     –Parece ser que ha sido violada, inspector– me dijo uno de los guardias.
     –¿Violada? –me acerqué más, y en efecto, lo que parecía ser semen reseco salía de la vagina de la joven– Es curioso, no parece haber signos de forcejeo, ¿sería violación o consentido? También podría haber sido drogada, necesitaremos un análisis.
     –Eso podría llevar unos tres días, inspector.
     –Justo lo que necesito para recabar información en el pueblo. ¿Quién es el tal Silverio que han mencionado antes? Iré a verle.
     –Vive en una choza en las afueras del pueblo, por aquí le conocen como el loco.

     Choza era decir mucho, eran cuatro tablones colocados sobre el suelo. La zona olía a mierda, lo que me hizo suponer que allí dentro no había cuarto de baño y ni falta que le hacía a su ocupante. Estábamos en un alto, a unos 2 kilómetros del pueblo, el cual se podía divisar perfectamente. Llamé a lo que supuse que era la puerta y la abrió un tipo alto, delgado, algo estrábico, de aseo descuidado. Debido al calor, imaginé, sólo llevaba puesto un peto. Me invitó a pasar sin decir nada, sólo con un gesto. El interior de esa choza era tremebundo. El calor era asfixiante, había un camping gas que haría sus veces de cocina y un par de barriles llenos de agua. Un catre al fondo, que prácticamente estaba a mi lado, y se veían perfectamente manchas e insectos muertos. Una radio sobre una estantería y a su lado libros, varios libros y de temática variada. Alicia en el país de las maravillas de Carroll, Dune de Frank Herbert, un tratado de herbología, otro de biología, las Novelas Ejemplares de Cervantes, La isla del Tesoro de Stevenson, el Manifiesto del Partido Comunista de Marx y Engels, un libro sobre taxidermia y más, muchos más. Al menos sabía matar el tiempo. Me senté en una silla de mimbre frente a una mesa sucia.

     –¿Quieres tomar algo?– su voz sonó firme, pero en parte amable.
     –No, gracias– no me quería arriesgar a coger una infección.
     –Sé por qué está aquí, es por lo de esa chica. No fui yo.
     –De momento no es usted sospechoso, sólo estoy investigando. ¿Conocía a la víctima?
     –Los conozco a todos, esa es la Paramio. No le voy a decir que me da pena, porque no me da ninguna, ni ella, ni nadie del pueblo, podrían acabar todos así– y escupió en el suelo.
     –¿Tiene usted armas?
     –Una escopeta, pero la uso nada más que para cazar zorros y liebres, alguna perdiz para comer, poco más. Los disparos me asustan al ganado y eso se nota, ¿sabe? No dan la leche igual.
     –Respecto a lo que ha dicho antes... ¿qué problema tiene con los habitantes del pueblo? ¿o qué problema tienen ellos con usted?
     –Es más bien eso último. No vivo aquí, lejos, por placer, pero alguien tiene que vigilar desde arriba, y así no escucho sus canciones.
     –¿Qué canciones? ¿vigilar?
     –Sí, sí, todas las canciones que cantan esos niñatos. En invierno esto es pura paz, pero llegan todos en verano... “Silverio, Silverio, un ojo aquí, y el otro en el cementerio”, y vienen aquí a las afueras a beber y a corretear, y me asustan al ganado, y eso se nota, ¿sabe? Son maleducados, irrespetuosos, y pasa lo que pasa...
     –Pero y lo de vigilar ¿qué?
     –Ah... la naturaleza, sabe– entonces el ojo bizco se puso completamente negro y me miró con el ojo sano–:


Como el rojo sudando
sobre el negro y blanco,
no se queda nadie fuera
somos su sangre y tierra.


     Repitió esto varias veces. No diré que no me asusté, porque estaba prácticamente acojonado. Lo siguió repitiendo varias veces, con el ojo negro completamente, mientras se levantaba y me indicaba con señas que saliese de la casa. Por lo que sabía, tomaban a este hombre por loco, y eso podía ser el significado, lo quise achacar a eso, al calor del verano y a las malditas chicharras que vuelven loco a cualquiera con su cantar. Al salir eché un vistazo alrededor, no me fijé hasta entonces que el pueblo quedaba fuera del monte, donde había un frondoso bosque.

     De ese frondoso bosque salió una persona corriendo. No pude distinguir edad, pero sí sexo, era una chica. De vez en cuando echaba la mirada hacia atrás, como si mirase a un perseguidor que no aparecía. Corrí hacia ella. Vacas, unas cuantas vacas se iban a interponer en la carrera de la chica, también en mi camino, pero no en el de un perseguidor que no aparecía. El césped estaba húmedo y resbaladizo, pero hacía calor, había sol, y pese a todo estaba nublado. Las vacas no se inmutaban por la carrera de nadie. Vi a la chica a escasos metros, pero ella no me vio a mí. Se metió por debajo de una vaca, y otra, y otra, tal vez para ocultarse. La perdí. Me tiré al suelo y me llené de verdín. ¿Dónde estaba? Escuché un disparo. Vi a Silverio, a lo lejos, con la escopeta humeante. Me vio y se empezó a acercar, pero a medio camino se detuvo, se agachó y alzó lo que parecía ser una perdiz. Me puse de pie e intenté localizar a la chica, pero encontré algo más interesante: sangre en una vaca, y no es que estuviese herida, sino que alguien se había limpiado sangre en ella. Algo desconcertado, decidí volver al pueblo a hablar con los padres de la chica.

    Cuando llegué, la Guardia Civil estaba con ellos. La madre lloraba y el padre la abrazaba. Él no derramaba ni una lágrima, pero tenía el gesto torcido. Llevaría la procesión por dentro. Me acerqué para saludar y darles el pésame. Al darme la mano, noté que él la tenía pegajosa.

     –¿Puedo hablar con ustedes un momento?
     –No creo que sea buena idea– me dijo un Guardia Civil.
     –Sí, sí, no es molestia– contestó el padre–. Pase y siéntese. ¿Quiere tomar algo? ¿café? ¿agua?
     –Agua estará bien, gracias. ¿Saben dónde estuvo su hija esta última noche?
     –De fiesta suponemos, bebiendo, como todos– sólo contestaba el padre, la madre estaba como ida por el dolor–. ¿Ha hablado con Silverio? Seguro que ha sido ese hijo de puta. ¿y con los amigos de la niña? ¿saben ellos en que momento de la noche se separó? ¿cuándo y dónde pudo ir?

     Esa era la clave, los amigos, preguntar a sus amigos, pero ya lo haría mañana, ya había sido un día raro y duro, y no quería molestar más a la gente. Me alojé en una posada que no era tal, sino la casa de una señora del pueblo que vivía sola y solía acoger a la gente. La señora tenía un gato pardo con el que hablaba, pero quién era yo para juzgar la solitaria vida de una anciana. Me preparó una habitación de lo más rústico posible, con cabeza de ciervo colgando de la pared y todo. Me tumbé en la cama a pensar en lo de Silverio y los padres hasta que me quedé dormido. La luna brillaba demasiado detrás de las cortinas rojas de club de alterne que lloraban la habitación.

     Oí unos pasos cerca de mi cabeza, corriendo descalzos. No recordaba haber llegado hasta el bosque, pero allí estaba, o no. Vi correr a la chica otra vez. Esta vez ella sí me vio y corrió aún más rápido. Me levanté para seguirla, pero el padre de la chica muerta apareció y me dio un golpe en la espalda que volvió a tumbar. Estaba lleno de sangre. Silverio salió de entre los árboles y disparó al hombre en la cabeza. El ojo estrábico se le puso negro y me dijo:

     –Agáchate para llegar a ella. Agáchate pero no la salvarás. Te salvarás tú. Es lo que hace el río.

     Eché a correr detrás de la chica hasta que dejamos atrás el frondoso paisaje del bosque y salimos a campo abierto. Sabía dónde estaba. De un momento a otro eso se iba a llenar de vacas. La chica estaba algo lejos, pero la tenía localizada. Efectivamente, empezamos a esquivar vacas, ella miraba hacia mí de vez en cuando. Extrañado, miré hacia la que fue mi posición esa misma mañana, pero no me vi. Claro, ahora estaba allí. La chica se metió debajo de una vaca y desapareció. Me acerqué a la vaca y no había nadie, tampoco estaba la huella de sangre. Mis manos estaban limpias. Sonó un disparo y vi a Silverio de lejos. Lo malo es que el padre estaba a mi lado, con la cabeza abierta por detrás, tal y como la tenía su hija. Me fue a atacar y lo esquivé. Él dio con la mano en la vaca y la manchó de sangre. Yo me metí debajo.

     Aparecí en la habitación en la que me había acostado hace unas horas. El gato pardo estaba allí. En un cascabel que colgaba de su collar estaba grabado su nombre, Flint. Me miraba fijamente desde el suelo, cerca de la puerta. Yo no me movía de la cama. Nos quedamos un rato así. De vez en cuando el minino abría la boca para maullar, pero no emitía ningún sonido. Me levanté y me acerqué. Flint no se inmutó. Le empecé a acariciar y vi que algo raro estaba sucediendo. Estaba disecado. Miré hacia la cama y estaba la chica, la misma que perseguía, que resultó ser la chica asesinada. Irreconocible con ropa y sin ningún agujero en la cabeza.

     Me despertó la señora que me había acogido gritando. Anunciaba que ya estaba el desayuno. Me tomé el café agradecido mientras pensaba en el extraño sueño que tuve anoche.

     –¿Sabe si estarán despiertos ya los jóvenes del pueblo? Quiero hablar con ellos.
     –No creo, deles un par de horas. Aproveche y dé un paseo por el pueblo, hombre.
     –¿Flint está bien?– pregunté por curiosidad.
     –Sí, supongo. ¿Le ha molestado esta noche?
     –No, no, todo bien, tranquilícese. Gracias por todo.

     Salí de allí dirección a la plaza del pueblo, al lado de la iglesia. Aún era pronto, sin embargo, ya había algunos jóvenes por la calle. Pensé que después de lo ocurrido no tendrían muchas ganas de fiesta. Una chica rubia se me quedó mirando. Sacó un cigarro liado y se puso a fumar. No sabía si era mayor de edad. Se me acercó. Cuando ya estaba cerca pude comprobar por el olor que no se trataba de un cigarro.

     –¿Es el poli?
     –El mismo. ¿Conocías a la chica?
     –Algo. Me llamo Alicia.
     –¿Estabas con ella la noche que pasó?
     –Al principio sí, luego... –se quedó callada un tiempo que se me hizo eterno. El humo del porro no ayudaba al ritmo.
     –¿Qué? ¿se fue? ¿estabais con alguien más?
     –Estábamos todos los del pueblo, más o menos. Ella desapareció unos cinco minutos con un chico, pero volvió. Nada grave, ya sabes, se liarían y ya está. Aún no iba borracha. Supongo que por eso volvió tan pronto, se daría cuenta de lo feo que era el chico. Entonces ya sí, empezamos a beber a saco. Yo no estaba todo el rato con ella, pero sí en el mismo grupo. Un chico, Carlos, sacó una baraja de cartas y propuso jugar al strip-póker. Yo pasé, pero ella dijo que sí. Es raro, nunca la había visto así. Se me estaba haciendo tarde, porque al día siguiente madrugaba para ayudar a mi abuela, así que me fui.
     –¿Dónde puedo encontrar al tal Carlos?
     –Vive al final de esta calle, pero si no está en casa, estará en una cabaña que tiene más abajo, ya en el río. Si va allí, verá sus mariposas con forma de corazón.
     –¿Mariposas?
     –Se me hace tarde, tengo que irme.

     Mariposas con forma de corazón. Sería que el chico criaba insectos o algo así. Al bajar hacia la casa del muchacho, vi al padre de la chica asesinada entrar en la casa donde había dormido, la de la señora y el gato pardo, Flint. También me di cuenta de que en el pueblo poca gente parecía afectada por la muerte de la chica, salvo los padres, los demás seguían con su vida. El pueblo no era muy grande, lo mismo no cabía ni la tristeza allí. Por eso, en un par de pasos llegué a la última casa, justo cuando un chico joven salía.

     –¡Eh! ¿eres Carlos? –pregunté acercándome.

     No me contestó, me hizo un gesto con la cabeza como para que le siguiera. No hablamos en todo el camino. No sé por qué, porque tenía preguntas que hacerle, pero él simplemente actuaba como si supiera lo que iba a pasar, como si esperase encontrarme allí, en la puerta de su casa. Llegamos a la cabaña. Era una choza parecida a la de Silverio, sólo que ésta no servía para vivir, sino más bien como un almacén, tenía electricidad y todo. Entramos y, sin decirme nada, sacó unos tarros de cristal. En cada tarro había un nombre escrito. Cogió uno en el que ponía Kyle y me lo enseñó. Dentro había una mariposa roja con las alas abiertas. Tenía forma de corazón.

     –¿Cómo lo haces?
     –Con unas tijeras. Corto sus alas para que tengan esta forma.
     –Vaya –sabía que eso que me estaba contando era una atrocidad, pero tenía otro tema pendiente–. ¿A la chica le gustaban tus mariposas?
     –Psé, vaya estrecha –dijo con asco–. Pero yo no la maté.
     –Nadie ha dicho que lo hicieses. ¿Qué pasó mientras jugabais a las cartas?
     –Psé, logré que se quitara las zapatillas y la camiseta. Luego la llamaron al móvil y se fue corriendo.
     –¿Quién la llamó?
     –No sé, creo que dijo “ya voy, papá”, pero no estoy seguro. Habíamos bebido. Ella iba bastante borracha para lo poco que bebió, pero cuando la llamaron cambió por completo.
     –¿Cómo organizáis lo de la bebida? ¿cada uno tiene lo suyo? ¿se comparte?  
     –Se comparte, se compra entre unos cuantos y luego lo guardo yo aquí, en la cabaña, que tengo un congelador. Ella bebe con su amiga Alicia. Un momento... –se le iluminó la cara– ¿cree que le pusieron algo en la bebida?
     –Es posible. ¿Quién más entra aquí? ¿tú? ¿tu familia?
     –Sólo mi tío de vez en cuando, pero no suele tocar nada. Nada de lo mío. Él también guarda aquí algunos aperos y tal.
     –¿Quién es tu tío?
     –Pffff... –bufó con un poco de vergüenza–, Silverio.

     Cuando dijo el nombre, el tarro de Kyle se le resbaló y cayó al suelo. Con dificultad, la mariposa salió volando por un ventanuco que había en la cabaña. El calor estival era asfixiante en ese pueblo, y el padre de la chica me debía una explicación, o más de una.                                   

domingo, 11 de junio de 2017

Lo que traigo

Verde el viento, verde las ramas,
y yo... cociendo las migrañas
del galope, de tu espalda
que no descansa
entre tanta luna de plata,
no se te cierran los mares,
no sueñas con espuma blanca
y yo... me voy lamiendo la sangre
de cortarme con las hojas
para que salgan las palabras,
verdes las horas, verde tu carne,
trae el aire de las montañas
sombras de las flores,
de las frutas el aroma
y yo... entre versos y tus ganas
de que te bese en la garganta,
la saliva que te arañe
el fuego de las entrañas
que pregunta que por dónde
voy a venir mañana
sujetando velas y con su cera
y yo... haré espinas que atraviesan
corazones que derraman
algunos gritos y algunas penas
pero tengo tantas letras
que te puedo hacer una cama
caliente como una forja
para que duermas hasta el alba,
verdes las estrellas
que se enredan en mis canas
y yo... sólo te pido que leas
lo que traigo entre el recuerdo,
un pensamiento que aguanta
como el verde de tu cielo
igual que son tus sábanas
al viento que se las queda.

martes, 18 de abril de 2017

Alergia (o una noche de perros)

     Cuando es que no, es que no. Me lo dijo alguien, no sé quién, ya quisiera acordarme con tanta estima de una persona que me da tan buenos consejos. Seguro que él sí se acuerda de mí, o no, quién sabe. Pero era que no. Hay algo conjurando para que ese no se cumpla, y esa vez no fue mi noche. Había algo, no sé el qué, confabulado con el universo para que se abriese un agujero negro en una parte de mí. En mis tripas, como cuando te acaban de dejar, sólo que esta vez simplemente era el hambre. Y cuando llama, se le hace caso. Estaba solo y no tenía (ni tengo, en presente) ni puta idea de cocinar, pero vaya, siempre hay algo en el frigorífico. Le eché un ojo oscuro como la noche a un par de yogures, marca blanca, de macedonia. Para cenar irían bien. Llevaban unos tres días caducados, pero de esa mierda nadie se muere, y suelo tener mala suerte, pero no tanta. Parece mentira que un yogur de macedonia, la orgía de las frutas, la bacanal de lo saludable, fuese de color blanco, pero vaya, ya lo avisaba el envase, nada de colorantes. Qué noche más negra y qué yogures tan blancos.

     Como buen jueves santo por la noche, encontraría miles de películas interesantes en la TV, como Barrabás o Ben-Hur, incluso Los diez mandamientos. En efecto, ahí estaba la última. Así que directamente apagué el dichoso aparato y me tiré en la cama a leer a Kazantzakis y su Zorba. Ojalá todos fuésemos, o al menos tuviésemos a un personaje así en nuestras vidas. Estaría en la calle, seguramente, con una guitarra española cual macedonio o griego con su santuri, y a la mierda los yogures y bienvenido sea el ouzo. Pero no, no era la noche. No estaba en una costa cretense, estaba en mi habitación, triste y amarilla, pero contento y apacible por la buena lectura y el sabor afrutado en los labios.

     Ya empezaban los párpados a echarse de menos, lo que pude traducir como cerrar la luz y apagar el libro y meterme en la cama. Litoral cretense o no, aquello era como estar en el Olimpo. No hay nada mejor que coger una cama con sueño, es como follar con ganas, pero no quería pensar nada de eso para que no se desvelaran ni mi entrepierna ni mi corazón. Otro que tenía los párpados bien abiertos debía ser mi vecino, fruto de las entrañas de una meretriz, que echó los acordes balcánicos de mi cabeza para insuflarla con reggaeton puro y duro. Tenía dos opciones, o tapones para los oídos o dos hostias al muy deficiente. Pero no me apetecía ni lo uno ni lo otro. Ponerse tapones es no dejar respirar al cerebro por un lado y no dejar que entren los sueños por otro. Y claro, si subía en busca de gresca con mi pijama de Batman, iba a causar más carcajadas que dolor, y vaya quijotada. Me deshice de la violencia que envolvía mi aura pacífica y cansada y me deshice del pijama también. Me vestí dispuesto a caminar en procesión, algo muy acertado dada la fecha de mis desvelos, por mi barrio, con el destino marcado donde dice la punta de la nariz, siempre a la derecha.

     Era casi media noche cuando yo, lejos de la violencia casera que me había abrumado hace unos minutos, fui testigo de más violencia, y es que parece que el ser humano no puede escapar de ella. Como si Lorca viviese entre nosotros, vi a dos gitanos a punto de pelearse entre ellos, seguramente por el amor de la gitanilla que estaba entre ellos, de rodillas y llorando para que no se peleasen. Por lo que deduje de sus gritos (y desde lejos, que me crucé la calle) eran familia. Mentaron bastante ambos a sus familiares difuntos, y uno de ellos exclamó algo de su bolsa escrotal y de su valentía. Como si el Lorca malhablado estuviese narrando la escena, vi como la Luna, presumida, se quiso reflejar en algo de acero que extrajo uno de los gitanos de su pantalón. Era tan típico que llevase una navaja que me sorprendió lo manido del asunto. Ninguno llevaba camisa blanca, y si llegaron a sangrar no lo sé, sólo sé que un grito agudo de la chica se ahogó entre la oscuridad húmeda de la noche.

     Yo seguía caminando, pensando ahora en Lorca y en las sirenas que se empezaron a escuchar. Si hubiesen sido caballos... pero cuando es que no, es que no, si ya me lo dijo un amigo, supongo. Las sirenas se pararon en el lugar de la pelea, pero las luces rompieron el silencio para anunciar que el altercado había sido allí. Tenía la mente en la comodidad, blandura y calor de mi destino, tenía ya la sal entre los dedos y una mirada clara me estaba esperando tanto como otra me estaba persiguiendo. Y allí, entre dos tierras, el Lorca de mi cabeza y yo fuimos detenidos por un elegante señor vestido de azul. Me quiso hacer preguntas sobre la pelea. Yo, que lo había visto todo desde lejos, le dije:

     YO:
Corre, corre, corre
el hilo hasta aquí.
Cubiertos de barro
los siento venir.
¡Cuerpos estirados,
paños de marfil!

     POLICÍA:
¿Qué dices?
     YO:
Yo los vi; pronto llegan: dos torrentes
quietos al fin entre las piedras grandes,
dos hombres en las patas del caballo.
Muertos en la hermosura de la noche.(Con delectación.)
Muertos sí, muertos.

     POLICÍA:
¿Estás bien?
     YO:
Sí, perdone, es la medicación de la alergia.

     Total, que el policía se pensó que le estaba vacilando, y me llevó a comisaria. Lorca se fue, seguro que con Kazantzakis, porque ya sabe que estas cosas nunca acaban bien. No tenía muy claro qué hacía allí, si me iban a detener por literato o es que era un testigo poco protegido. Estuve sentado un buen rato en una especie de sala de espera, en unas sillas azules poco cómodas y con carteles acusatorios por todos los lados. Mientras estaba allí entró un tipo alto, muy alto, y delgado. Llevaba un chándal viejo y olía a cerveza (y a más cosas). La sala estaba vacía, pero se sentó a mi lado. Era ya algo mayor el hombre, pero enseguida supe que era de esos que habían vivido lo suyo, los que hacen interesantes las historias, los que seguramente se han enamorado tantas veces como días tiene la semana, de los que montan a caballo salvajemente, de los que se puede escribir algo si te paras a observarlos en Amposta, de...

     –¿Me estás mirando, hijoputa? –me dijo.

     Y no contesté, porque su puño vino directamente a mi cara, ya cansada a esas alturas de la noche y con ganas de dormir. No sé de dónde sacó tanta fuerza un hombre con unos brazos gruesos como espaguetis, pero vaya si la tenía. Me manché la camisa azul de sangre. Cuando vino el policía y me vio la nariz hinchada y sangrando me dijo:

     –Joder con la alergia, ¿no?

     Me dejó irme, bastante castigo le pareció que tuve ya. Quería que acabase la noche, tenía ganas de bragueta, teta y revolcón, porque el golpe me había espabilado y las farolas me llevaron haciendo un camino de luces hasta mi destino. Porque aún quedaba algo de noche y esperaba aprovecharla, pero cuando es que no, es que no.





lunes, 6 de febrero de 2017

Charcos de sangre

Por vivir entre tus costillas,
por morirme en tus rodillas,
por tu boca de algodón.
Por todas las heridas
que sangran las pesadillas
y no cura ni tu alcohol.

Porque un cactus no se pudra
y porque no sea mi culpa,
es que a veces no soy yo.
Por si hiciese como una luna
y dejase tu cama entre las dudas,
lo siento, es que no sé ser dos.

Hay en el suelo torres con espadas
que resuenan en mis pisadas y ya ves,
tengo charcos de sangre bajo los pies.
Donde las cruces no se ahogan,
y es que no pasas mis horas, no lo sé,
no está hecho el hambre para este querer.

Por resucitar en tus latidos,
porque se copien los míos
y no suenen tan mal.
Por ser un ave sin nido
hasta que fuiste un abrigo
en las ruinas de mi ciudad.

Porque siga naciendo la primavera
por donde pasas mis poemas
y que no haya que regar.
Porque te prefiero seca y de arena
antes que afilando venas
que no sé nadar.

Hay en el suelo torres con espadas
que me ganan la batalla y ya ves,
tengo charcos de sangre bajo los pies,
por no ser más listo que el hambre, no lo sé,
pero es que pasan las horas, las prisas me ahogan,
no está hecho el tiempo para este querer.







jueves, 12 de enero de 2017

La chica de las lágrimas

Ella es la reina de la tristeza,
está aprendiendo a sangrar ahora.
Tiene en la cara perlas
y un collar de uñas rotas.
Quiere desaparecer,
pero pesan las mariposas.
Ella es la chica sin sonrisa,
le está doliendo el tiempo.
Tiene canciones de brisa
para momentos secos.
Entre los dedos una colilla
para borrar el sabor de los besos.
Ella es la princesa de los dramas,
ya la conocen en Madrid.
Tiene alcohol y tiene fama
pero está más rota que un abril.
“La llorona” de Malasaña,
es poemas sin escribir.

Cuántos trozos de ti
me trae este viento.
Estás hecha de mí
y un poco de mis miedos.