jueves, 19 de diciembre de 2019

Última noche en Arájova


     Nunca había pensado en lo solitaria que era una habitación de hotel cuando viajabas solo. No me quedaban muchas noches en ese encantador pueblo, pero ya estaba cansado de recorrérmelo. Apenas había escrito, así que podía considerarse el viaje como un pequeño fracaso más en mi vida, lo que no me sorprendió. Estaba tumbado en la cama y miraba la libreta casi vacía que había en una mesita, al lado, y que parecía que no me necesitaba para nada. Podría haber girado la cabeza y podrías haber estado tú al otro lado en la cama haciendo lo mismo. Fuera hacía un frío blanco que no dejaba ver a nadie por la calle. Me enderecé y me quedé sentado, como Bill Murray en esa película pero sin Scarlett. Me hice un té, me parecía cojonudo que en los hoteles hubiera teteras. No quise poner la tele porque más que hacer compañía, me molestaba su presencia, ni siquiera había visto el mando en todos los días que llevaba allí. Sonó el teléfono de la habitación, siendo eso lo más extraño que me había pasado últimamente junto al sueño de la otra noche.

     –¿Diga? –dije en español pensando que me iban a entender.

     Me contestaron en inglés algo sobre una cena especial esa noche. Aún quedaba bastante así que me abrí una de las cervezas que había comprado y me senté a intentar escribir algo decente, o al menos mejor que esto que estáis leyendo. No sé si la ventana estaba abierta o si había otra escapatoria, pero dejé irse a la inspiración de la misma manera que tú me dejaste marchar. Con el tiempo sabré darte las gracias por ello, pero de momento a la inspiración la quería al lado. Un verso. Una línea. Y otra. Y nada. Y no eran las vistas, que eran preciosas. Y no era el cerebro, que estaba descansado. Era la fruta podrida del árbol seco del dolor, que ya había sido exprimida hasta la saciedad y de estos huesos como ramas poco más podía sacar. Que rascando en el alma con la uña se mezclaban virutas de nuestras pieles, jirones de promesas que hacen crecer más y más centímetros la alfombra áspera como el futuro sobre la que caen. Y no sabía qué era. Y no era la cerveza, que no soy como los Extremo (QEPD), que no la bebo rubia para acordarme de ningún pelo. Si acaso la ginebra seca para hacerlo de unos besos, pero no era mi canción, ni mi letra, ni mi vida, vaya. Y así acumulaba palabras sin sentido, como todo el sentido que haya podido tener una vida como la mía últimamente.

     Paseé por el cuarto, me miraba al espejo, iba al baño, me miraba al espejo allí también y no me reconocía más que en el reflejo del agua del váter al abrir la tapa y mear. El del espejo dio un sollozo porque estaba siendo seguramente el segundo peor viaje a Grecia de su vida, y ni siquiera era real. Volví a la mesa a seguir escribiendo bien y bonito sobre la idea que tenía de ti, pero es que ya estaba todo dicho, así que opté por pasar esa página de la libreta y mirar la siguiente, en blanco, esperando a ser escrita pero sin prisa.

     Me duché sin más. Me vestí como si todo y bajé al restaurante. Joder. Claro que era una cena especial, como que era Nochebuena. Tantos días en blanco al final me parten el calendario. “Μεράκι, μεράκι me dijo el camarero cuando me vio. Sonreí y me senté en una mesa. Había bastante gente que apenas había visto en el hotel, así que tan solitario no sería. No tuve que pedir nada, el menú estaba cerrado. Antes de que trajesen la cena ya me había manchado la camisa de cuadros de gotas de vino que salpicaron cuando volqué la botella con ímpetu hacia la copa. Hacía calor y un Billy Joel heleno estaba tocando canciones tristes y dulces en el idioma de los dioses. La gente hablaba alto, se reía, bebía y brindaban con sus compañeros de mesa. Algunos se levantaban, me sonreían, brindaban conmigo, yo les devolvía la sonrisa (o lo que yo creo que es sonreír) y bebía con ellos. Y la música subía, y las luces de colores bajaban, y subían. La cena ya había terminado y los asistentes bailaban lo que el pianista tocaba y cantaba y disfrutaba. No sé cómo había llegado a la barra pero pedí un gin tonic para hacerle el amor, como en la canción. Y sí que era seca la ginebra, y sí que me acordé de algunos besos.

     El pianista acabó, pero la música no. Las personas bailaban como locas en la pista una música que por muy alto que estuviese, a mí no me sonaba; pero podía ver sus almas cansadas en las sillas, queriendo beber sin vivir tanto, pero la carne es la carne. Una camarera paseó por la sala sujetando una bandeja con copas de champán y dándoselas a los que quisieron. Cogí una para volver a brindar con mis amigos de piernas alegres y corazón triste, o no sé si solo era yo. Pero bebí. Y bebí. Y pensé que luego tenía los sueños que tenía, pero si esa noche se me aparecía la Pitia, me bastaría con que me enseñase un trozo de piedra negra.

     Y quien quiera entender, que entienda. Podrían haber sido mejores navidades.