¿Y la curiosidad? La tenía, claro está, y eso sin ser gato. ¿Sólo había crecido la caja o lo de dentro también? Pues no lo sabía. Agité la caja creando un ritmo que nadie bailó, porque miré a mi alrededor y estaba solo, como siempre, en medio de esa carretera infinita. Lo que había dentro chocó con las paredes de la caja, rodaba y volvía a chocar. Efectivamente, la cagué. La caja explotó, a la mierda el cartón y a la mierda el hilo rojo. A la mierda yo, que acabé otra vez en una cuneta esperando ser un naranjo. Levanté la mirada y sólo veía una luz que se iba haciendo cada vez más y más grande, como la cajita. Levanté el resto del cuerpo y, como siempre, a correr, casi a volar como un cuervo con plumas nuevas. Ya una vez había roto un aleph y el resultado no fue emocionalmente agradable. Esta vez creé un big bang. En mi carrera me pasaban por encima estrellas, que subían al cielo esperando que alguien se suicidase hacia ellas, planetas hechos de tu piel esperando anillos de verdad. Joder, si hasta pequeños asteroides hechos de mierda impregnaron el aire. Ya podrían haberme regalado un mar.
Me escondí detrás de una roca, a una distancia prudente pero no aburrida. Y ahí estaba ese torrente de luz llenando mi cielo morado de cosas. Pasaban minutos, horas, y no se acababa nunca. Dejé de mirar, aburrido, aunque la tentación de echar un vistazo aparecía cada 41 segundos más o menos. Ahí estaba, detrás de esa roca, pensando, y alejándome cada vez más mientras yo subía dentro de un marco de foto hasta el cielo, como todos los recuerdos que salieron. Cuando ya era sólo una hormiga detrás de un terrón de azúcar, me concentré en seguir subiendo y paseando entre ti, tus imágenes, planetas, estrellas, lunas y mucha mierda. Pensé que me iba a morir porque en el espacio no hay oxígeno, así que directamente me concentré en no respirar. Me llamaron al móvil, que ni siquiera sabía que lo tenía. Tan extrañado como un perro que ladra a la puerta en mitad de la noche, lo cogí.
–¿Qué haces?
–Subir –contesté.
–Pues baja.
No sabía quién era y por qué dependía tanto de mí. Tal vez sí que debiera bajar y, sea quien sea, explicarle que no hay que interrumpir a nadie en medio de un regalo. Hay quien tiene muñecas y las llaman Pipa, hay quien tiene perros. Otros que no se levantan a abrir regalos y se quedan en la cama pensando qué demonios son y que buscan las respuestas en las lágrimas. Hay otros que están en la cama también regalándose sueños de amor y muerte. Y estoy yo, que he tenido tanta suerte que he sabido hacer un mundo de cada regalo que me han dado. Y joder, gracias.